lunes, 30 de marzo de 2020

2020: A Spain Odyssey

El jueves pasado mi ama, sus progenitores, Sinnombre y yo emprendimos un viaje, probablemente el más extraño que hayamos realizado en tiempos recientes.

Todo comenzó en Bath a las 6:30 de la mañana (la explicación de por qué el origen del periplo fue Bath y no Norwich se narrará en otra entrada, cuando mis patas de tres garras den abasto con todo lo que tienen pendiente por contar), cargando mochilas y arrastrando maletas sobre el pavimento empedrado de una ciudad sumida en un letargo forzoso. Mi bípeda y sus padres se iban a España, y lo hacían invadidos por un cúmulo de emociones muy diferentes de las que suelen acompañar cada regreso a casa: tristeza, angustia, estupor, nerviosismo, miedo.  

En la estación de autobuses nos recibió un simio cubierto con mascarilla y guantes que estaba a cargo de conducir uno de esos coches largos en los que mi dueña siempre va de aeropuerto en aeropuerto. Me llamó la atención ver a un bípedo con media cara tapada, pero dado que nunca he sido adalid de la belleza estética de los humanos tampoco consideré que se tratase de una gran pérdida. La ubicación de los pasajeros en el vehículo ya me dejó más sorprendida, dado que el simio conductor los fue sentando a todos, uno por uno, en una fila diferente. Pensé que habida cuenta de la fama que tienen los bípedos de Albión respecto a su higiene corporal, a lo mejor finalmente las altas instancias del país habían decidido tomar cartas en el asunto.

De todos modos, a mí aquello me concernía más bien poco, así que mientras mi ama intentaba echar una cabezada en su asiento yo hice lo propio dentro de su bolso. Sinnombre viajaba en la bolsa de tela del padre de mi dueña porque en las dos últimas semanas se nos ha aficionado a los crucigramas y ahora se pasa los días asomándose por encima de su hombro para curiosear las respuestas. Ya ha aprendido que los Ona son una tribu de Tierra del Fuego, pero le vale de bien poco porque sigue sin saber escribir.

Al llegar al aeropuerto Sinnombre y yo tuvimos que someternos al mismo ritual terrorífico de siempre: ¡bolsa de plástico y a la maleta! No veo la hora de que permitan volar con ardillas. El caso es que esta parte del viaje solo puedo narrarla a través de las descripciones de mi dueña, así que cualquier imprecisión es culpa suya:

Parece ser que Heathrow se había convertido en el escenario de una película apocalíptica. Todas las tiendas y restaurantes estaban cerrados, con la excepción de una tienda de periódicos y una farmacia. Esos eran también los únicos puntos donde se podía adquirir comida y bebida. Multitud de simios llevaban las mismas mascarillas y guantes que el conductor del bus, cuando no trajes completos que parecían sacados de un laboratorio (en palabras de mi ama, como yo nunca he estado en uno de esos sitios no tengo ni la más remota idea de a lo que se refiere). La gente intentaba sentarse lo más alejada posible del resto de sus congéneres, pero los asientos eran limitados, así que los recordatorios constantes por megafonía instando a mantener las distancias sonaban vagamente ridículos. Por todas partes se cruzaban miradas de desconfianza: desconfianza de los enmascarados hacia los desenmascarados, por si liberaban partículas dañinas al aire, y de los desenmascarados hacia los enmascarados, por si se trataba ya de personas enfermas intentando evitar la propagación de su aliento.

Por lo que sé, el vuelo transcurrió sin percances. Iba casi tan vacío como el autobús y no servían ningún tipo de comida caliente. A mis humanos les dieron galletas y agua y mi dueña, que se diría que tiene una mosca tsé-tsé por mascota en lugar de una ardilla, siguió durmiendo cual marmota. Algún día tendré que explicarle que, en efecto, somos primas hermanas, pero que está imitando al roedor equivocado.   

Aterrizamos con adelanto un poco antes de las cuatro de la tarde, cosa que me llenó de júbilo porque fueron quince minutos menos encerrada dentro de la Samsonite. Barajas estaba mucho más vacío que Heathrow. Parecía como si hubiésemos llegado tarde a una fiesta y ya se hubiese marchado todo el mundo. No en vano, cuando salimos de la terminal vimos que había un autobús con destino Galicia que había partido tres minutos antes de que llegásemos, así que esa fiesta claramente nos la perdimos. No había más trenes ni autobuses ese día y mi bípeda me contó que en estos tiempos extraños no pueden ir más de una o dos personas en un coche, de forma que no había manera de moverse del aeropuerto hasta que nos recogiese otro autobús a la mañana siguiente. Además, como los hoteles de la ciudad estaban clausurados nos quedaban por delante 18 horas de espera dentro del vestíbulo de llegadas.

Al cabo de las seis primeras horas mi ama se dio cuenta de que estaba empezando a cogerle cariño a su esquina de la T4. Mis tres bípedos se habían acastillado en un rincón bien surtido de bancos, alejado de la corriente de la puerta y apartado del flujo de humanos yendo y viniendo. Sumado a los techos altos, la calefacción central y el suministro gratuito de agua diría que he acompañado a mi ama a ver pisos en el centro de Madrid en muchas peores condiciones. Para aquel entonces, además, mi dueña se había familiarizado con el resto del barrio y ya había localizado las máquinas expendedoras de comida y bebida, con sus selectos menús para paladares exquisitos disponibles las 24 horas, la parafarmacia, con su surtido de preservativos, copas menstruales, pruebas de embarazo y tiritas (quién puede no necesitar todo eso nada más bajarse de un avión), y hasta se había trazado su propio circuito de ejercicio entre el piso de llegadas y el de alquiler de coches. Si a ello unimos un servicio de biblioteca integrado en el reposapiés de su lecho improvisado, mi humana no tenía absolutamente ninguna queja de la calidad de su alojamiento. Cierto es que algunos vecinos dejaban bastante que desear, como el bipedito poseído por quién sabe qué espíritu que se pasó una hora llorando en mitad de la noche, pero apeando eso diría que hasta le tomamos aprecio al continuo acompañamiento de voces humanas reiterando la necesidad de mantenerse a un metro de distancia de cualquier semejante. De hecho, mi ama pronto pasó a referirse al señor de la megafonía con el entrañable apelativo de Ruperto.

Para cuando amanecimos, a eso de las 7:30 del viernes, mi humana había demostrado estar sobradamente capacitada para sacarse un diploma en contorsionismo con un par de módulos de equilibrismo, así que si el confinamiento se prolonga mucho a lo mejor la inscribo a un curso de circo online. Por mi parte, me retiré a dormir al interior de la Samsonite para evitar que los empleados del aeropuerto mirasen raro a mis humanos, con lo cual amanecí fresca como una lechuga. Bueno, no, como una ardilla.  

Tras un frugal desayuno cortesía de las delicias de la máquina expendedora de la parada de taxis, nuestro lujoso carruaje a motor pasó a recogernos a las 10 de la mañana. Dado que todo en la situación tenía bastante de Dickensiano, Madrid decidió que aquel era un buen momento para ponerse a nevar (a golpe de 27 de marzo), algo que siempre otorga mayor solemnidad a cualquier ocasión. Fue una lástima que a Cercanías Renfe no le sobrase también un violinista para ponerle una banda sonora melancólica a nuestra marcha.

El violinista, de hecho, le habría venido bien a todo el trayecto de 10 horas que nos aguardaba. Cada ciudad que atravesábamos parecía una ciudad fantasma, permanentemente anclada en un domingo perpetuo, o superviviente intacta de una bomba. Pero la sensación que producían estos núcleos urbanos distaba mucho de la devastación causada por un cataclismo, como cuando mi ama y yo recorrimos Manhattan tras el paso de Sandy. Era más bien un ambiente de vida contenida, de amenaza flotante, de riesgo permanente. Detrás de cada ventana se intuía un humano, aunque no lográsemos verlos, ocultos como estaban en el interior de sus colmenas. Nosotros éramos los forajidos, los que hacíamos pellas, los temerarios. Jamás pensé que los humanos fuesen capaces de hacerme sentir en peligro por estar al aire libre bajo un rayo de sol y eso que, por lo que tengo entendido, el COVID-19 no afecta a las ardillas.

Hicimos nuestra entrada triunfal en una estación de autobuses desierta casi a las 8 de la tarde del viernes. Otro autobús, esta vez urbano, nos depositó ¿sanos? y salvos en el hogar de mi humana. Habían transcurrido casi 38 horas desde que cerramos la puerta del piso de Bath a nuestras espaldas.

El viernes pasado mi ama, sus progenitores, Sinnombre y yo culminamos un viaje, sin duda el más inquietante que hayamos realizado jamás. Atrás quedaban dos vuelos cancelados, cuatro billetes de autobús modificados, tres billetes de tren anulados, tres billetes de tren sin utilizar y un vuelo de retorno a medio cancelar.

Nunca volver a casa había tenido un sabor tan agridulce.