jueves, 31 de octubre de 2013

Addio

Cara Venezia,

Octubre agoniza y con él nuestra estancia entre tus piedras ruskinianas. Apuesto a que no sabías de la existencia de ardillas migratorias que viajan al oeste con la proximidad del invierno. Yo tampoco.

Despedirse de ti es tan imposible como intentar frenar el curso de tus aguas entre mis garras y por ello renuncio a hacerlo. No hay palabras ni fotografías suficientes para capturarte a pesar de que paradójicamente seas una de las urbes más retratadas y descritas del planeta. Los simios siempre se empeñan en embarcarse en empresas imposibles.

No, no me despido, porque no me siento siquiera capaz de intentarlo. En lugar de eso voy a confesarte un pequeño secreto que tal vez te sorprenda: llegamos dispuestas a odiarte. Yo, como sabes, vine buscando un pueblecito suizo, mientras que mi dueña se esperaba una ciudad de calor pegajoso, mosquitos insaciables, turistas desagradables y completamente pagada de sí misma. Sí, también eres todo eso, pero no caímos en la cuenta de que nuestras expectativas hacían alusión a la tramoya en lugar de al decorado. Tú, la de verdad, nos pillaste desprevenidas.

Fue un viernes de mayo, regresando a casa de madrugada. Tú ronroneabas y nos guiñabas un ojo cada vez que cruzábamos un puente o te burlabas de nosotras repitiendo el rumor sordo de nuestras pisadas. Estábamos solas; San Marco parecía un escenario postapocalíptico y toda tú dabas la sensación de haberte pinchado un dedo con una rueca. El agua de tus canales parecía haberse convertido en un espejo sin azogue. Fue entonces, cuando te revelaste real y tangible, frágil y vulnerable, cuando nos enamoramos irremisiblemente de ti.

Después vendrían los domingos perezosos bajo las sábanas, arrulladas por campanas y trinos de aves, los paseos interminables sin rumbo fijo con un cuaderno y un bolígrafo azul escondidos en el bolso, las horas sentadas en las escalinatas de la Salute, los rincones improbables y los ángulos imposibles, los atardeceres en el Canal Grande, la luz amarilla de Sant’Alvise, los juegos de pistas con leyendas y espíritus de otro tiempo, el equilibrismo aguardando vaporetti, los sonidos apacibles del oleaje y de los remos en el agua, las ganas de bailar en el centro de la Piazza al son de la orquesta del Florian, las brumas que engullen puentes, algunos sueños de papel y la sensación de habernos vuelto, sin darnos cuenta, un poco parte de ti. No digas que tú no nos has querido, aunque fuera por un instante. Sabemos que es falso.

Descuida, no obstante: no aspiramos a que nos recuerdes. Los reflejos sobre la corriente jamás permanecen y nosotras éramos conscientes de nuestra transitoriedad. Tienes demasiados amantes cortejándote como para echarnos en falta. No somos avezadas viajeras, ni brillantes compositoras, glamurosas cortesanas o talentosas literatas. Nos diluiremos, porque eso es lo que sucede cuando los seres humanos salinos, como mi dueña, entran en contacto con el agua. Pero hoy no. Esta noche todavía no.

Antes de desvanecernos mereces saber que ostentas el honor de ser de las pocas ciudades en las que mi ama podría vivir sin sentir que sale perdiendo respecto a su ciudad natal. Y eso, para ella, es el nivel más alto al que puede llegar una estructura urbana. A fin de cuentas, vuestra principal diferencia es que en una el agua está bajo tus patas mientras que en la otra te cae sobre la cabeza permanentemente. Mereces saber que tu luz, tu silencio y tu paz son contagiosas (de hecho, tengo la teoría de que las camisetas a rayas blancas y azules de los gondoleros no son otra cosa que una representación estilizada de tus calles y tus canales, pura ósmosis) y que, en cierto sentido, para nosotras has sido como una especie de abuelita encorvada y venerable a la que arropar, escuchar pacientemente y sobre todo de la que aprender.

Esta noche mi ama y yo te diremos adiós en el único lugar posible: bajo el Campanile, a medianoche, escuchando los doce toques de una de las campanas más antiguas del mundo. Mientras la Marangona recibe a un día que ya no nos pertenecerá te daremos de nuevo las gracias por adoptarnos y cuidarnos, por colarte en nuestra habitación y cotillear en el cuaderno de mi dueña para cumplir casi toda su lista de deseos disparatados. Gracias por compartir todo lo que eres con nosotras sin pedirnos nada a cambio, supongo que porque intuyes que no tendríamos jamás palabras suficientes para saldar nuestra deuda.

Lo frustrante de las ciudades es que no hay patas que las abarquen enteras para poder abrazarlas. Por eso, si cuando volvamos a casa por última vez, entre calli oscuras y silenciosas, percibes que la marea es más alta y salada de lo habitual, puedo asegurarte que no será culpa de la luna llena.

Mi raccomando, stammi bene.