sábado, 19 de octubre de 2013

Messaggio in bottiglia (IV)

Tre Storie
Esta historia sucedió hace diez años.
En la primavera de 2004 una joven visitó Venecia con sus amigos. No era su primera visita, pero sí fue la más fugaz. En apenas media jornada se recorrieron los principales monumentos porque el tiempo apremiaba y la carretera los aguardaba, impaciente por devolverlos a una ciudad medieval situada más al sur.
A mediodía se detuvieron a almorzar en uno de los múltiples campos de la ciudad. Un campo como tantos, con su iglesia, su pozo y su puente. Se sentaron al lado del brocal, sacaron sus parcas provisiones y comieron apresuradamente a la sombra del templo. Era domingo, creo.
Venecia se le antojaba entonces a la joven una ciudad caótica, sucia, desvencijada y decadente. Decepcionante. Quizás porque la decadencia solamente puede valorarse adecuadamente cuando se adquiere plena conciencia de que esta también forma parte de uno mismo.
Antes de abandonar aquel campo anodino, con su pozo vulgar y su iglesia intrascendente, la joven decidió echar un vistazo al interior de la misma, por curiosidad. Dentro la aguardaba una sorpresa, pues a la izquierda de la nave central se encontraba la tumba de un escultor que ella había estudiado en sus clases de la universidad. Se quedó tan impresionada por el hallazgo que hizo una nota mental para recordar aquel lugar por si deseaba regresar en el futuro.  
No lo hizo. El torbellino de vida que la envolvía borró de su memoria cualquier nombre propio que pudiera haberla guiado de nuevo hasta allí y, con él, cualquier voluntad de intentarlo.

Esta historia comenzó hace diez años.
El 24 de septiembre de 2003 una joven puso un pie en un avión. No era su primer vuelo, pero sí el más intimidante. Aquel día una de sus amigas cumplía veinte años y poco sospechaban ambas que esa sería la primera de muchas ausencias en futuras onomásticas. Cómo podía imaginarse aquella viajera tímida y aterrorizada que el vuelo que estaba a punto de despegar no tenía como destino Italia, sino que esta era solamente una escala más de todas las que estaban por venir. Cómo podía anticipar que en los siguientes diez años la aguardarían ocho ciudades y cuatro países. Es muy difícil identificar los puntos de inflexión cuando uno desconoce la curvatura de la línea por la que transita.

Esta historia todavía no ha terminado.
Un 25 de abril, día de San Marco, una joven bajó de un autobús con dos pesadas maletas y una mochila a sus espaldas. No era su primera visita a Venecia, pero sí sería la más larga. La ciudad seguía siendo caótica, desvencijada y decadente, y quizás fuese precisamente a causa de todo ello por lo que la joven se vio inmediatamente reflejada en el espejo de sus canales. Alguien le diría, dos meses después, que Venecia y ella se parecían porque las dos estaban hechas de agua. 
Su alojamiento, concertado a distancia, resultó encontrarse en pleno centro urbano, al lado de una iglesia con un campo y un pozo. Porque en Venecia todas, absolutamente todas las casas, están siempre cerca de una iglesia con un campo y un pozo.
Una tarde de mayo, al terminar de comer, la joven y una incipiente amiga salieron a pasear. Era sábado, lo recuerdo. Al pasar ante la iglesia la segunda propuso asomar la cabeza a su interior. Dentro, como un fogonazo blanco, las asaltó el mismo monumento fúnebre que la joven había sepultado entre sus recuerdos brumosos y desvaídos. De todas las casas ante todas las iglesias, de todas las iglesias en todos los campos, de todos los campos con pozos, la joven se había mudado justamente enfrente de aquel.

No obstante, en alguna parte debía de estar escrito que las cosas tenían que desarrollarse de este modo. Sin aquella fugaz visita veneciana posiblemente el poder del hechizo de esta ciudad taimada y lisonjera habría sido mucho más leve porque no hay golpe más inesperado que el que asesta el contrincante que uno presupone débil. Sin aquel avión otoñal, la joven probablemente no habría encontrado el coraje para subirse a todos los aviones que vendrían detrás de él y que, finalmente, acabarían llevándola de nuevo al mismo punto para darse cuenta de que hoy es un poco menos joven, tiene más cicatrices, varias arrugas y algunas canas, pero también es más serena y ligeramente más sabia. La circularidad es una forma de perfección.
Perfecto es, pues, que su década termine en el mismo país en el que comenzó, para que no olvide que allí fue donde aprendió que lo más importante de la vida es no tener miedo a vivirla. Perfecto es que haya aprendido a sumar lugares sin restar personas, y que todos los cabos sueltos – incluso los más esquivos, los más añorados – se hayan atado antes de que abandonase definitivamente la cabullería. Estrenar década con la seguridad de no estar dejándote nada pendiente es uno de los mejores regalos que el universo puede hacerte. 

A su manera, el 19 de octubre de 2013 existía ya en aquella mañana aterradora de 2003 y en aquel delirante fin de semana de 2004. Será divertido descubrir qué otras fechas del futuro se esconden en las efemérides que vengan a partir de ahora.

[Mensaje entregado por una tortuga que deambulaba por Campiello delle Strope pidiéndoles a los transeúntes que la siguiesen mediante mensajes escritos en letras doradas sobre su caparazón].