Tre Storie
Esta historia
sucedió hace diez años.
En la primavera
de 2004 una joven visitó Venecia con sus amigos. No era su primera visita, pero
sí fue la más fugaz. En apenas media jornada se recorrieron los principales
monumentos porque el tiempo apremiaba y la carretera los aguardaba, impaciente
por devolverlos a una ciudad medieval situada más al sur.
A mediodía se
detuvieron a almorzar en uno de los múltiples campos de la ciudad. Un campo
como tantos, con su iglesia, su pozo y su puente. Se sentaron al lado del
brocal, sacaron sus parcas provisiones y comieron apresuradamente a la sombra
del templo. Era domingo, creo.
Venecia se le
antojaba entonces a la joven una ciudad caótica, sucia, desvencijada y
decadente. Decepcionante. Quizás porque la decadencia solamente puede valorarse
adecuadamente cuando se adquiere plena conciencia de que esta también forma
parte de uno mismo.
Antes de
abandonar aquel campo anodino, con su pozo vulgar y su iglesia intrascendente,
la joven decidió echar un vistazo al interior de la misma, por curiosidad.
Dentro la aguardaba una sorpresa, pues a la izquierda de la nave central se
encontraba la tumba de un escultor que ella había estudiado en sus clases de la
universidad. Se quedó tan impresionada por el hallazgo que hizo una nota mental
para recordar aquel lugar por si deseaba regresar en el futuro.
No lo hizo. El
torbellino de vida que la envolvía borró de su memoria cualquier nombre propio
que pudiera haberla guiado de nuevo hasta allí y, con él, cualquier voluntad de
intentarlo.
Esta historia
comenzó hace diez años.
El 24 de
septiembre de 2003 una joven puso un pie en un avión. No era su primer vuelo,
pero sí el más intimidante. Aquel día una de sus amigas cumplía veinte años y
poco sospechaban ambas que esa sería la primera de muchas ausencias en futuras
onomásticas. Cómo podía imaginarse aquella viajera tímida y aterrorizada que el
vuelo que estaba a punto de despegar no tenía como destino Italia, sino que esta
era solamente una escala más de todas las que estaban por venir. Cómo podía
anticipar que en los siguientes diez años la aguardarían ocho ciudades y cuatro
países. Es muy difícil identificar los puntos de inflexión cuando uno desconoce
la curvatura de la línea por la que transita.
Esta historia
todavía no ha terminado.
Un 25 de abril,
día de San Marco, una joven bajó de un autobús con dos pesadas maletas y una
mochila a sus espaldas. No era su primera visita a Venecia, pero sí sería la más
larga. La ciudad seguía siendo caótica, desvencijada y decadente, y quizás
fuese precisamente a causa de todo ello por lo que la joven se vio
inmediatamente reflejada en el espejo de sus canales. Alguien le diría, dos
meses después, que Venecia y ella se parecían porque las dos estaban hechas de
agua.
Su alojamiento,
concertado a distancia, resultó encontrarse en pleno centro urbano, al lado de
una iglesia con un campo y un pozo. Porque en Venecia todas, absolutamente
todas las casas, están siempre cerca de una iglesia con un campo y un pozo.
Una tarde de
mayo, al terminar de comer, la joven y una incipiente amiga salieron a pasear.
Era sábado, lo recuerdo. Al pasar ante la iglesia la segunda propuso asomar la
cabeza a su interior. Dentro, como un fogonazo blanco, las asaltó el mismo
monumento fúnebre que la joven había sepultado entre sus recuerdos brumosos y
desvaídos. De todas las casas ante todas las iglesias, de todas las iglesias en
todos los campos, de todos los campos con pozos, la joven se había mudado
justamente enfrente de aquel.
No obstante, en
alguna parte debía de estar escrito que las cosas tenían que desarrollarse de
este modo. Sin aquella fugaz visita veneciana posiblemente el poder del hechizo
de esta ciudad taimada y lisonjera habría sido mucho más leve porque no hay
golpe más inesperado que el que asesta el contrincante que uno presupone débil.
Sin aquel avión otoñal, la joven probablemente no habría encontrado el coraje
para subirse a todos los aviones que vendrían detrás de él y que, finalmente,
acabarían llevándola de nuevo al mismo punto para darse cuenta de que hoy es un
poco menos joven, tiene más cicatrices, varias arrugas y algunas canas, pero
también es más serena y ligeramente más sabia. La circularidad es una forma de
perfección.
Perfecto es,
pues, que su década termine en el mismo país en el que comenzó, para que no
olvide que allí fue donde aprendió que lo más importante de la vida es no tener
miedo a vivirla. Perfecto es que haya aprendido a sumar lugares sin restar
personas, y que todos los cabos sueltos – incluso los más esquivos, los más añorados
– se hayan atado antes de que abandonase definitivamente la cabullería.
Estrenar década con la seguridad de no estar dejándote nada pendiente es uno de
los mejores regalos que el universo puede hacerte.
A su manera, el
19 de octubre de 2013 existía ya en aquella mañana aterradora de 2003 y en
aquel delirante fin de semana de 2004. Será divertido descubrir qué otras
fechas del futuro se esconden en las efemérides que vengan a partir de ahora.
[Mensaje
entregado por una tortuga que deambulaba por Campiello delle Strope pidiéndoles
a los transeúntes que la siguiesen mediante mensajes escritos en letras doradas
sobre su caparazón].