Hoy se cumple una semana desde nuestra llegada a Dinamarca.
La verdad es que como apenas hemos visto la luz del sol en los últimos siete
días tengo la sensación de que vivo en una especie de noche sin fin, con lo
cual se me hace raro pensar que ya haya pasado tanto tiempo. Es como si el día
de la marmota se hubiera convertido en la noche de la ardilla.
Veamos, entonces, ¿qué ha pasado en esta última semana?
Mi dueña y yo vivimos en una casa muy grande y muy antigua,
de las del Copenhague de antes. Para llegar a nuestro tercer piso hay que
atravesar un portón negro y subir por unas escaleras estrechitas y empinadas.
Más adelante hay un patio, y detrás del patio hay más apartamentos. Nos han
dicho que allí es donde vivían antaño las familias pobres, mientras que la
gente pudiente tenía vistas a la calle.
Nuestra casa está toda pintada de blanco por dentro y es completamente
de madera. Tanto es así, que los suelos están un poco inclinados y cuando los
pisas se quejan. Se quejan mucho. Y deben de tener frío ellos también –no es
que los culpe– porque se pasan la vida temblando. Las habitaciones dan las unas
a las otras, sin un pasillo intermedio salvo entre el salón y la cocina, e
incluso una de ellas da directamente al descansillo, con lo cual si su ocupante
quiere ir al baño tiene que salir a la escalera del edificio (o pasar a través
de nuestra habitación, pero como hay un armario delante de la puerta no suele
darle por hacer viajes a Narnia).
La casa en sí está prácticamente vacía porque sus inquilinos
han decidido marcharse y los nuevos no entrarán hasta el mes que viene, de modo
que tengo mucho espacio libre para brincar y correr. Mi ama, que anda escasa de
platos y tazas, no está tan contenta como yo del minimalismo del espacio, pero
como se trata de un alojamiento temporal creo que tampoco lo piensa demasiado.
Mi bípeda trabaja en un sitio también muy antiguo y bastante
grande, pero tengo que reconocer que me gusta porque dentro tiene árboles por
los que trepar y una fuente con peces de colores. Sus pasillos huelen a polvo,
están cubiertos de moqueta azul y son tan laberínticos que incluso yo, con mi
orientación de roedor experimentado, todavía me confundo con las puertas. En mi
defensa diré que son todas iguales: blancas y pesadísimas. Un día casi me quedo
sin cola por no darme suficiente prisa.
Mientras yo exploro, mi humana se pasa el día mirando
imágenes de señoras marrones y amarillas. En fin, a cada cual sus vicios. A mí
me resulta admirable que con la de simios que pululan por ese lugar mi dueña
siempre encuentre el baño libre: solamente
hay uno y se tiene que cruzar medio edificio para llegar. Está claro que, o
tiene muy buena suerte, o la estadística me falla en algo.
Cuando no estamos en nuestra casa de paredes blancas ni en el
edificio de suelos enmoquetados, mi ama y yo estamos o bien en el supermercado
o bien pegándonos a las paredes para no mojarnos o no salir volando. Y cuando digo
volando, lo digo literalmente. El fin de semana pasado las autoridades danesas
aconsejaron a la población que se quedase en casa leyendo algún buen libro. Con
lo bien mandados que son en este país, las bibliotecas debieron de quedarse
vacías.
Por el contrario mi dueña, que tendrá lo suyo de lectora
pero tiene aún más de temeraria, me metió en el bolso y me llevó a ver a una
señora con el pelo largo y cola de pescado que no hacía más que mirar al vacío
desde una roca. Por el camino llegué a la conclusión de que Copenhague es la
ciudad en la que más guantes se emancipan de sus dueños. O en la que más mancos
hay, quién sabe.