Dinamarca está llena de islas. Algo así como Venecia pero a
nivel nacional. En las islas habitan varios cientos o miles de bípedos
agrupados, generalmente, por ciudades. Una de esas agrupaciones de simios se
llama Odense y es la ciudad natal de un humano aparentemente bastante famoso
apellidado Andersen.
Todo esto, sin embargo, me importaba más bien poco o nada
cuando sonó el despertador ayer a las seis de la mañana y mi ama me sacudió
enérgicamente (después de sacudirse a sí misma) para que despertara. Para un
día que se estaba calladita en sueños…
Todavía bostezando atravesamos a paso ligero una Copenhague
prácticamente desierta y oscura hasta llegar a la estación central, donde nos
subimos a un tren junto con otros dos bípedos. Bueno, en realidad junto a
muchos más bípedos, pero mi ama solamente conocía a aquellos dos.
Cuando amaneció, el paisaje que nos recibió parecía tener
tanto frío como nosotros al levantarnos. Los árboles se recortaban contra el
cielo, estáticos y desnudos, mientras casitas de techos empinados se sucedían
aquí y allá. De pronto, todo desapareció, y cuando salimos de la oscuridad a
derecha y a izquierda solamente había mar y una carretera que, como la vía,
discurría casi al nivel del agua.
Odense nos recibió de la forma menos acogedora posible:
nevando. A las nueve de la mañana de un sábado la ciudad todavía dormía, de
modo que vagamos ateridos y titubeantes por varias callejuelas hasta que dimos
con un café en el que sentarnos a desayunar y a aguardar a que parasen de caer
copos.
Afortunadamente las primeras impresiones a veces son
erróneas. Odense resultó ser un lugar entrañable, pequeño pero vivo (aunque hay
que admitir que las rebajas contribuían al hervidero de gente de las calles
comerciales) y sembrado de casitas bajas de colorines como si acabasen de
escaparse de las ilustraciones de un cuento de hadas. Y precisamente de cuentos
iba la cosa, puesto que medio casco histórico está invadido de esculturas
relacionadas con las historias del señor ese que mencioné antes. ¡Si hasta
tiene un museo que cuenta su vida! Tendré que leerme alguno de sus relatos, a
pesar de que tengo entendido que en sus cuentos hay más cisnes que ardillas; no
sé si me caerá demasiado bien.
Tras dar vueltas por las calles, refugiarnos en tiendas de
lo más inverosímil cada vez que llovía, morirnos de frío, sacar algunas fotos y
en general ver todo lo visible, acabamos recalando en un café recomendado por
un amigo de mi dueña. Allí pasamos el rato hasta la hora de volver a la
estación, rodeados de objetos completamente aleatorios que sin embargo
conformaban un conjunto armonioso: radios antiguas, asientos de autobuses,
patines de hielo, muebles viejos, cabezas de muñecos con lámparas dentro… Los
daneses tomaban café, jugaban al ajedrez y charlaban en su lengua incomprensible,
mientras mi ama y los otros dos bípedos llegaban a la conclusión de que aquel era
el colofón perfecto para una excursión genial.
Apenas recuerdo nada del viaje de regreso a casa. Creo que entre
el traqueteo y el calorcito me quedé dormida dentro de la mochila de mi humana.
Cuando desperté estaba de nuevo en la cama de nuestra primera casita danesa con
mi ama durmiendo a mi lado. Murmuraba algo sobre patitos feos y zapatillas
rojas. Creo que esto de la noche perpetua me la está volviendo todavía más
tarumba.