Mi ama lleva un par de semanas aquejada de una rara
enfermedad que yo, en mi ignorancia de la fisiología humana, desconozco
completamente. Dado que sé que algunos de los lectores de este blog están más
versados en medicina simia que una servidora, he decidido proceder a la
descripción de sus síntomas por si alguien desea darme algún consejo al
respecto. He bautizado este extraño estado como síndrome de Copenhague, visto que
Estocolmo ya estaba cogido.
El síndrome de Copenhague, también conocido como síndrome
Ikea, suele manifestarse en adultos de ambos sexos, con mayor incidencia en
aquellos individuos instalados en la precariedad económica y vital. Aqueja
especialmente, pero no exclusivamente, a personas en la veintena o la
treintena, y algunos estudios apuntan a que podría tener mayor impacto en
grupos poblacionales migrantes. Se trata de un mal todavía muy poco estudiado y
del que existe aún poca bibliografía específica.
En el caso de mi ama, los síntomas aparecen
predominantemente tras la caída de sol y la duración de los episodios oscila en
función de lo que tarde en llegar a casa. La paciente observa inquisitivamente
las ventanas brillantes de los edificios de la ciudad y curiosea disimuladamente
tras los cristales de los hogares, cafés y restaurantes que se va topando en su
camino. Cuando lo hace suele descubrir residencias impecablemente decoradas e
interiores iluminados con velas porque, para agravar aún más su situación, en
Dinamarca no existen las persianas. La moral protestante impone que, aunque no
tengas nada que ocultar en tu entorno, tampoco tengas la manera de hacerlo.
El síndrome de Copenhague viene acompañado de un constante
sentimiento de extrañamiento puesto que el enfermo tiene la sensación de ser un
mero espectador de las vidas que suceden ante sus ojos y que, al igual que las existencias
perfectas que intenta vender cada decorado de Ikea, percibe que no están a su
alcance y que, inevitablemente, son más felices y completas que la suya. A
pesar de que no se han registrados casos de delirio ni de pérdida de contacto
con la realidad, una persona que sufre de síndrome de Copenhague tiene la
impresión de que puede intuir nítidamente esas otras vidas que se desarrollan
en una dimensión paralela a la suya.
A consecuencia de este razonamiento, la paciente experimenta
simultáneamente algo de envidia, cierta frustración y un leve complejo de inferioridad
porque es consciente de que, de todos modos, no podría costearse una vida como
las que atisba entre los vidrios empañados del invierno danés. Desde fuera, se
imagina a sí misma con las manos y la naricilla pegadas al escaparate de una
panadería, una chocolatería o una tienda de tés –porque las debilidades son las
debilidades, por mucho síndrome que se tenga – como si acabara de escaparse de
las páginas de Oliver Twist o se hubiera transformado temporalmente en Sara Crewe.
Al término de la crisis, la paciente recupera el sentido
común, abandona su universo literario y se ríe de sí misma (sobre todo en
sueños), dejando a su ardilla patidifusa y desorientada. Hasta la fecha los únicos tratamientos descritos prescriben
dosis variables de chai latte y sangrías de tinta, pero si alguno de los
presentes conoce cualquier otro remedio más efectivo soy toda orejas. Temo que el día menos pensado le dé por llamar a una puerta cualquiera
y suelte un “Me gusta tu vida, ¿puedo pasar?” que haga que me la expulsen definitivamente del país.