Atlanta llegó a nuestras vidas una tarde soleada de julio. Estaba
esperándonos al fondo de un jardín. Venía cojita y un poco sucia, como si le
hubiera llovido encima, y con muchos años a cuestas. Se notaba que sus
anteriores dueños habían debido de quererla bastante, pero ya no podían hacerse
cargo de ella.
Cuando nos la llevamos nos dimos cuenta de que era más
corpulenta de lo que parecía a simple vista. Quizás fuese porque avanzaba
pesadamente, arrastrando su parte trasera lo mejor que podía pese a su lesión.
Cubrimos lenta y penosamente el camino que nos separaba de nuestro hogar y al
llegar la instalamos en su caseta.
A la mañana siguiente la recogimos temprano y la
arrastramos, cada vez con mayor dificultad, hasta un especialista que pudiese
evaluar objetivamente su estado de salud. Cuando regresamos, cuatro horas más
tarde, la mirada circunspecta de nuestro interlocutor nos heló la sangre: la
cosa era mucho más grave de lo que creíamos. Atlanta no solamente no podía
andar, sino que tenía una serie de daños internos producto de la edad que
hacían que la recuperación completa fuese imposible. “¿Cuánto puede aguantar en
estas circunstancias?” le preguntamos. “No mucho”, nos dijeron. Los
tratamientos paliativos, además, eran caros y de efectividad limitada. Con una
frialdad casi despiadada, el especialista nos recomendó que nos deshiciésemos
de ella.
Volvimos a casa con el alma en los pies. Devolvimos a
Atlanta a su caseta y nos pusimos a pensar. ¿De verdad la situación era irreversible?
¿Realmente teníamos que deshacernos de ella? La mirábamos, tan solita en su
rincón, tan inmóvil, y, pese a que nosotras no sepamos nada de salvamentos ni de
eutanasias, nos resultaba difícil creer que no tuviese remedio. Decidimos no
precipitarnos de momento. Si efectivamente había que buscar un nuevo hogar para
Atlanta no tenía por qué buscarse ya mismo. Con nosotras estaría seca y a
cubierto todo el tiempo que fuese necesario.
Atlanta descansó con nosotras una semana mientras intentábamos
tomar una resolución sobre su futuro. Las personas con las que hablábamos se
dividían entre el pragmatismo del especialista al que habíamos consultado y
nuestra indecisión rayana en la tozudez.
Entonces apareció alguien que, desinteresadamente, se ofreció
a echarle un vistazo a la enferma. No era ningún técnico, alquimista, curandero
o sanador, pero sí tenía cierto talento como componedor de miembros dañados. Tomó
a Atlanta y la tendió boca arriba, inspeccionó sus extremidades, palpó sus
articulaciones y su veredicto fue radicalmente diferente: por supuesto que
algunos de los problemas no podían resolverse, pero no estaba todo perdido. Por
Atlanta también han pasado los años del mismo modo que los humanos coleccionan
arrugas, y eso no solamente es imposible de borrar sino que resulta
cuestionable hasta qué punto sería deseable hacerlo (cosa que mi ama debería
recordar cada vez que se arranca una cana).
Mientras nuestras esperanzas aumentaban por momentos,
contemplamos admiradas cómo aquel druida alto y rubio aplicaba un ungüento sobre
la parte que no permitía que Atlanta caminase, recolocaba cada sección en su
lugar y ajustaba meticulosamente la posición de cada pequeña juntura. Cuando
terminó, Atlanta seguía panza arriba pero podía patalear en el aire.
Esa noche nos dormimos emocionadas, deseando que llegase el
día siguiente para ver qué tal había reaccionado Atlanta al tratamiento. Cuando
fuimos a buscarla a su caseta nos recibió casi tan expectante y pizpireta como
nosotras. La sacamos, rodeamos despacito el jardín y
cuando vimos que parecía avanzar con soltura decidimos llevarla a dar una
vuelta por las avenidas en torno a nuestra casa.
Puede que todavía fuese demasiado pronto, o quizás aquel
fuese un periplo excesivamente largo para una convaleciente, no lo sabemos,
pero a mitad de camino Atlanta trastabilló y la lesión de su parte trasera le
pasó factura. De nuevo se quedó clavada al suelo, incapaz de moverse. Volvimos sobre
nuestros pasos lenta y lastimeramente.
Cuando ya estábamos dejándola otra vez en la caseta, el
druida apareció ante nosotras como por arte de magia. Con una rápida ojeada
evaluó la situación e inmediatamente nos tranquilizó: aquel revés entraba
dentro de las posibilidades del proceso de recuperación. De nuevo con Atlanta
boca arriba le hizo unas cuantas cosquillas en los costados y nos la devolvió. Nos
dijo que intentásemos hacerla caminar. Seguimos sus instrucciones, pero ella
volvió a cojear y a paralizarse. El druida frunció los labios con obstinación,
la reconvino suavemente y reposicionó y aseguró su parte maltrecha con mayor
firmeza. Nos instó a llevarla de nuevo de paseo. Se repondría, nos prometió.
Y Atlanta se repuso. Aquella tarde corrimos las tres juntas
bajo los árboles y al día siguiente nos la llevamos de excursión al río.
Sabemos que su salud es frágil y sabemos también que puede que este sea el
otoño de una vida de (creemos) casi dos décadas pero, si finalmente es así,
procuraremos cuidar de ella lo mejor que podamos.
Así fue como Atlanta llegó a nuestras vidas. Y así fue como
se quedó.