domingo, 17 de julio de 2016

Atlanta

Atlanta llegó a nuestras vidas una tarde soleada de julio. Estaba esperándonos al fondo de un jardín. Venía cojita y un poco sucia, como si le hubiera llovido encima, y con muchos años a cuestas. Se notaba que sus anteriores dueños habían debido de quererla bastante, pero ya no podían hacerse cargo de ella.
Cuando nos la llevamos nos dimos cuenta de que era más corpulenta de lo que parecía a simple vista. Quizás fuese porque avanzaba pesadamente, arrastrando su parte trasera lo mejor que podía pese a su lesión. Cubrimos lenta y penosamente el camino que nos separaba de nuestro hogar y al llegar la instalamos en su caseta.
A la mañana siguiente la recogimos temprano y la arrastramos, cada vez con mayor dificultad, hasta un especialista que pudiese evaluar objetivamente su estado de salud. Cuando regresamos, cuatro horas más tarde, la mirada circunspecta de nuestro interlocutor nos heló la sangre: la cosa era mucho más grave de lo que creíamos. Atlanta no solamente no podía andar, sino que tenía una serie de daños internos producto de la edad que hacían que la recuperación completa fuese imposible. “¿Cuánto puede aguantar en estas circunstancias?” le preguntamos. “No mucho”, nos dijeron. Los tratamientos paliativos, además, eran caros y de efectividad limitada. Con una frialdad casi despiadada, el especialista nos recomendó que nos deshiciésemos de ella. 
Volvimos a casa con el alma en los pies. Devolvimos a Atlanta a su caseta y nos pusimos a pensar. ¿De verdad la situación era irreversible? ¿Realmente teníamos que deshacernos de ella? La mirábamos, tan solita en su rincón, tan inmóvil, y, pese a que nosotras no sepamos nada de salvamentos ni de eutanasias, nos resultaba difícil creer que no tuviese remedio. Decidimos no precipitarnos de momento. Si efectivamente había que buscar un nuevo hogar para Atlanta no tenía por qué buscarse ya mismo. Con nosotras estaría seca y a cubierto todo el tiempo que fuese necesario.   
Atlanta descansó con nosotras una semana mientras intentábamos tomar una resolución sobre su futuro. Las personas con las que hablábamos se dividían entre el pragmatismo del especialista al que habíamos consultado y nuestra indecisión rayana en la tozudez.
Entonces apareció alguien que, desinteresadamente, se ofreció a echarle un vistazo a la enferma. No era ningún técnico, alquimista, curandero o sanador, pero sí tenía cierto talento como componedor de miembros dañados. Tomó a Atlanta y la tendió boca arriba, inspeccionó sus extremidades, palpó sus articulaciones y su veredicto fue radicalmente diferente: por supuesto que algunos de los problemas no podían resolverse, pero no estaba todo perdido. Por Atlanta también han pasado los años del mismo modo que los humanos coleccionan arrugas, y eso no solamente es imposible de borrar sino que resulta cuestionable hasta qué punto sería deseable hacerlo (cosa que mi ama debería recordar cada vez que se arranca una cana).
Mientras nuestras esperanzas aumentaban por momentos, contemplamos admiradas cómo aquel druida alto y rubio aplicaba un ungüento sobre la parte que no permitía que Atlanta caminase, recolocaba cada sección en su lugar y ajustaba meticulosamente la posición de cada pequeña juntura. Cuando terminó, Atlanta seguía panza arriba pero podía patalear en el aire.
Esa noche nos dormimos emocionadas, deseando que llegase el día siguiente para ver qué tal había reaccionado Atlanta al tratamiento. Cuando fuimos a buscarla a su caseta nos recibió casi tan expectante y pizpireta como nosotras. La sacamos, rodeamos despacito el jardín y cuando vimos que parecía avanzar con soltura decidimos llevarla a dar una vuelta por las avenidas en torno a nuestra casa.
Puede que todavía fuese demasiado pronto, o quizás aquel fuese un periplo excesivamente largo para una convaleciente, no lo sabemos, pero a mitad de camino Atlanta trastabilló y la lesión de su parte trasera le pasó factura. De nuevo se quedó clavada al suelo, incapaz de moverse. Volvimos sobre nuestros pasos lenta y lastimeramente.
Cuando ya estábamos dejándola otra vez en la caseta, el druida apareció ante nosotras como por arte de magia. Con una rápida ojeada evaluó la situación e inmediatamente nos tranquilizó: aquel revés entraba dentro de las posibilidades del proceso de recuperación. De nuevo con Atlanta boca arriba le hizo unas cuantas cosquillas en los costados y nos la devolvió. Nos dijo que intentásemos hacerla caminar. Seguimos sus instrucciones, pero ella volvió a cojear y a paralizarse. El druida frunció los labios con obstinación, la reconvino suavemente y reposicionó y aseguró su parte maltrecha con mayor firmeza. Nos instó a llevarla de nuevo de paseo. Se repondría, nos prometió.
Y Atlanta se repuso. Aquella tarde corrimos las tres juntas bajo los árboles y al día siguiente nos la llevamos de excursión al río. Sabemos que su salud es frágil y sabemos también que puede que este sea el otoño de una vida de (creemos) casi dos décadas pero, si finalmente es así, procuraremos cuidar de ella lo mejor que podamos.
Así fue como Atlanta llegó a nuestras vidas. Y así fue como se quedó.