miércoles, 13 de julio de 2016

Home, sweet? home

Buscar casa: deporte extremo que practica mi ama cada vez que se cambia de país.
No, ni la RAE ni el María Moliner lo definen así, pero deberían.

Terminé mi entrada anterior diciendo que en la estación de Norwich nos aguardaba un ancianito. Este bípedo canoso nos trasladó a una habitación luminosa y clara en lo alto de una casa de tres plantas, con nuestro propio baño y una salita repleta de objetos de otros continentes donde nos servía el desayuno cada mañana. Durante diez días esa fue la base de operaciones desde la que mi dueña coordinó el operativo de caza y captura de alojamiento permanente. Nuestro anfitrión se convirtió en nuestro asesor (y en chófer voluntario cuando finalmente nos mudamos) y tres bípedos generosos y amables se erigieron en nuestras escoltas.
En ese tiempo vimos muchas menos casas de lo que nos habría gustado. Si por algo se distingue el mercado inmobiliario de Norwich es por su celeridad: tomarte dos horas para pensarte las cosas puede redundar en que la propiedad que has visto ya no esté disponible cuando te decidas (como, de hecho, nos sucedió). También están, por supuesto, los pisos compartidos con personajes peculiares, como el publicista cuyo gato era más limpio y ordenado que él (y para que una ardilla diga esto de un felino pueden ustedes imaginarse la cantidad de mugre que tenía el lugar) o el electricista obsesionado con aprender italiano el cual, cuando mi dueña le dijo que le interesaba su habitación, respondió que había encontrado a un nativo con el que practicar y que lo sentía mucho. En Dinamarca me quedó claro que hay una primera vez para todo, y esta fue la primera ocasión en la que un criterio lingüístico y un pasaporte nos dejaron sin techo. Curiosamente, esto fue el día en que Italia eliminó a España de la Eurocopa, así que mi simia se sintió doblemente agraviada por el mismo país.

Al precio que se cotiza el metro cuadrado en Norwich,
estoy segura de que hasta las palomas pagan alquiler.
Tras dar vueltas arriba y abajo por la ciudad durante una semana se volvió evidente que no podíamos permanecer con nuestro ancianito afable eternamente porque mi bípeda le tiene aprecio a sus riñones y una servidora a su pelaje, de modo que le propusimos a la casera de uno de los pisos que habíamos visto (que parecía la más normal y razonable, además de pulcra) una solución intermedia: dos meses de contrato en los que seguir buscando una casa más tranquilamente. Pese a que nosotras no estábamos plenamente convencidas de la decisión, la casera aceptó. Ante la falta de opciones viables a corto plazo nos mudamos, pues, a un piso compartido con otros dos humanos, cercano al trabajo de mi dueña pero en mitad de la nada.
Un día antes de la mudanza, mi ama fue a ver una casita amueblada (dato importante: aquí casi todo se alquila vacío) que se quedaba libre a finales de agosto y nada más salir de la visita decidió que esta no se la quitaban: llamó inmediatamente a la agencia, les dejó un mensaje en el buzón de voz, les envió un e-mail y a la mañana siguiente, tras una breve negociación y antes siquiera de mudarse a nuestro alojamiento temporal, fue a la inmobiliaria a cubrir el papeleo.
En resumidas cuentas, si todo sale según lo planeado viviremos retiradas del mundo hasta finales de agosto, mientras que septiembre ya lo empezaremos cerquita del centro. De aquí a entonces, compartiremos casa con una puerta cerrada (tras la cual se supone que hay una habitación cuya ocupante está de vacaciones) y con un humano isleño que nunca sabemos si está o no está porque tiene unos horarios de trabajo completamente anárquicos.
¿Se volverá Volunti una ardilla de suburbio tras este retiro monacal? ¿Acabará sintiendo la necesidad imperiosa de comprarse el equivalente para roedores de un Volvo?
Lo descubriremos en el siguiente episodio…