viernes, 8 de julio de 2016

On your marks, ready… go!

Un lunes por la tarde, a eso de las seis, mis odiadas Samsonites, mi dueña, un portátil y una servidora nos encontramos recluidas en la terminal de un aeropuerto. El avión que tendría que haber salido hora y media después decidió que no era procedente cumplir su horario; de hecho, consideró pertinente aparecer rodando por la pista allá sobre las nueve. Su tripulación, que debía de tener ganas de cenar como todo hijo de vecino, cogió sus bártulos y abandonó la aeronave aduciendo que habían llegado al límite de sus horas de vuelo. Pasajeros y roedores asistimos boquiabiertos al fantástico absurdo de disponer de un avión pero no contar con nadie para pilotarlo. Tuvimos que esperar a que otro vuelo de la misma compañía llegase desde un destino distinto con una tripulación diferente para poder despegar a eso de las diez y media de la noche.
Ahí podría haberse terminado esta aventura, pero con mi ama de por medio las cosas nunca pueden ser tan sencillas. En Inglaterra hay una hora menos con respecto a España, así que pese al retraso mi dueña todavía se las prometía relativamente felices: llegaríamos a Gatwick, cogeríamos el primer tren al centro de Londres y desde allí iríamos a casa de los humanos que nos hospedarían aquella noche.
Sedientas y hambrientas, hicimos nuestra entrada triunfal en la Gran Bretaña un par de horas después. Logramos esquivar las colas del control de pasaportes, recogimos nuestra Samsonite facturada, saltamos en el primer trenecito que conecta las terminales del aeropuerto y nos plantamos en la estación de trenes con el objetivo de abordar el primero que fuese hasta London Bridge.
Primer problema: no hay trenes a London Bridge pasadas ciertas horas de la noche. Segundo problema: los trenes que sí funcionan van hasta London Victoria, que queda prácticamente en la punta opuesta de la ciudad a la que teníamos que ir nosotras. Tercer problema: a medianoche empezaba una huelga ferroviaria que afectaba a las conexiones entre Gatwick y Londres. Cuarto problema: eran las 23:56.
Por si alguien lo dudaba, efectivamente, nos pilló la huelga. Tras la correspondiente cola para comprar billetes, llegamos a un andén atestado de gente y de maletas y esperamos por un tren que, ya de por sí, llegaba retrasado. La idea era coger el más rápido para llegar cuanto antes, pero no hubo manera. Por fortuna dentro del infortunio la cafetera a la que nos subimos logró cubrir el trayecto que nos separaba de Victoria en poco más de cuarenta minutos y sin averiarse.
Ya en Victoria, y rodeadas por conductores de minicabs que nos ofrecían sus servicios, buscamos por callejuelas laterales a una amiga de mi ama. Esta, ya fuese por piedad hacia nosotras o porque empezaba a desconfiar de que fuésemos a salir enteras de tantos retrasos consecutivos, había optado por venir a recogernos en coche. Finalmente concluimos la primera parte del periplo rozando las dos de la madrugada.
La segunda parte dio comienzo a la mañana siguiente. Mi ama me despertó tras cinco horas de sueño y, por esto de seguir sumando medios de transporte, me encaramó a un autobús rojo que nos llevó hasta otra estación de tren distinta de todas las anteriores. Pensándolo bien, me sorprende que no se le ocurriese cubrir el trayecto hasta Norwich en patinete o en globo aerostático.
Esta vez, menos mal, no hubo incidencias. Nuestro tren pertenecía a una empresa diferente que no estaba en huelga, de modo que salimos puntuales y no sufrimos ningún percance. En la estación de Norwich nos aguardaba un anciano delgado y sonriente cubierto con un gorro rojo de lana (para que lo reconociésemos). Nos condujo hasta su coche, nos ayudó a meter los bultos en el maletero y nos dio un breve paseo por el centro de la ciudad antes de dejarnos en el que sería nuestro primer alojamiento temporal: su casa.

Dos días más tarde, aquel nuevo país al que habíamos llegado de forma tan accidentada decidía que ya no quería seguir formando parte del resto del continente. Esa mañana me levanté imaginando a una nación entera armada con remos intentando navegar en dirección opuesta al Canal de la Mancha.
Cinco días más tarde, nuestro país, el que acabábamos de abandonar con tanta dificultad, se instalaba nuevamente en el día de la marmota sin que quedase muy claro si la cosa tenía visos de cambiar de roedor. Que, por sugerir, digo yo, podría ser tranquilamente una ardilla, que somos bastante más ágiles.
Recién llegadas y casi apátridas. Empezamos bien.

¡No se pierdan nuestras próximas entregas!