Un lunes por la tarde, a eso de las seis, mis odiadas
Samsonites, mi dueña, un portátil y una servidora nos encontramos recluidas en
la terminal de un aeropuerto. El avión que tendría que haber salido hora y
media después decidió que no era procedente cumplir su horario; de hecho,
consideró pertinente aparecer rodando por la pista allá sobre las nueve. Su
tripulación, que debía de tener ganas de cenar como todo hijo de vecino, cogió
sus bártulos y abandonó la aeronave aduciendo que habían llegado al límite de
sus horas de vuelo. Pasajeros y roedores asistimos boquiabiertos al fantástico absurdo
de disponer de un avión pero no contar con nadie para pilotarlo. Tuvimos que
esperar a que otro vuelo de la misma compañía llegase desde un destino distinto
con una tripulación diferente para poder despegar a eso de las diez y media de
la noche.
Ahí podría haberse terminado esta aventura, pero con mi ama
de por medio las cosas nunca pueden ser tan sencillas. En Inglaterra hay una
hora menos con respecto a España, así que pese al retraso mi dueña todavía se
las prometía relativamente felices: llegaríamos a Gatwick, cogeríamos el primer
tren al centro de Londres y desde allí iríamos a casa de los humanos que nos
hospedarían aquella noche.
Sedientas y hambrientas, hicimos nuestra entrada triunfal en
la Gran Bretaña un par de horas después. Logramos esquivar las colas del control
de pasaportes, recogimos nuestra Samsonite facturada, saltamos en el primer
trenecito que conecta las terminales del aeropuerto y nos plantamos en la
estación de trenes con el objetivo de abordar el primero que fuese hasta London
Bridge.
Primer problema: no hay trenes a London Bridge pasadas
ciertas horas de la noche. Segundo problema: los trenes que sí funcionan van
hasta London Victoria, que queda prácticamente en la punta opuesta de la ciudad
a la que teníamos que ir nosotras. Tercer problema: a medianoche empezaba una
huelga ferroviaria que afectaba a las conexiones entre Gatwick y Londres.
Cuarto problema: eran las 23:56.
Por si alguien lo dudaba, efectivamente, nos pilló la huelga.
Tras la correspondiente cola para comprar billetes, llegamos a un andén atestado
de gente y de maletas y esperamos por un tren que, ya de por sí, llegaba
retrasado. La idea era coger el más rápido para llegar cuanto antes, pero no
hubo manera. Por fortuna dentro del infortunio la cafetera a la que nos subimos
logró cubrir el trayecto que nos separaba de Victoria en poco más de cuarenta
minutos y sin averiarse.
Ya en Victoria, y rodeadas por conductores de minicabs que
nos ofrecían sus servicios, buscamos por callejuelas laterales a una amiga de
mi ama. Esta, ya fuese por piedad hacia nosotras o porque empezaba a desconfiar
de que fuésemos a salir enteras de tantos retrasos consecutivos, había optado
por venir a recogernos en coche. Finalmente concluimos la primera parte del
periplo rozando las dos de la madrugada.
La segunda parte dio comienzo a la mañana siguiente. Mi ama
me despertó tras cinco horas de sueño y, por esto de seguir sumando medios de
transporte, me encaramó a un autobús rojo que nos llevó hasta otra estación de
tren distinta de todas las anteriores. Pensándolo bien, me sorprende que no se
le ocurriese cubrir el trayecto hasta Norwich en patinete o en globo
aerostático.
Esta vez, menos mal, no hubo incidencias. Nuestro tren
pertenecía a una empresa diferente que no estaba en huelga, de modo que salimos
puntuales y no sufrimos ningún percance. En la estación de Norwich nos
aguardaba un anciano delgado y sonriente cubierto con un gorro rojo de lana (para
que lo reconociésemos). Nos condujo hasta su coche, nos ayudó a meter los bultos
en el maletero y nos dio un breve paseo por el centro de la ciudad antes de
dejarnos en el que sería nuestro primer alojamiento temporal: su casa.
Dos días más tarde, aquel nuevo país al que habíamos llegado
de forma tan accidentada decidía que ya no quería seguir formando parte
del resto del continente. Esa mañana me levanté imaginando a una nación entera
armada con remos intentando navegar en dirección opuesta al Canal de la Mancha.
Cinco días más tarde, nuestro país, el que acabábamos de
abandonar con tanta dificultad, se instalaba nuevamente en el día de la marmota
sin que quedase muy claro si la cosa tenía visos de cambiar de roedor. Que, por
sugerir, digo yo, podría ser tranquilamente una ardilla, que somos bastante más
ágiles.
Recién llegadas y casi apátridas. Empezamos bien.