Es sábado por la tarde y ella está plantada en mitad del
pasillo de un supermercado; un lugar tan válido como cualquier otro para echar
raíces. Examina detenidamente varias botellas de plástico con líquidos de
colores hasta que finalmente toma una del estante. Su contenido es viscoso y de
color amarillo. La destapa con cuidado y la acerca despacio a sus orificios
nasales.
Ahí está. Ahí sigue. El mismo perfume de hace siete años.
Aquel en el que perderse al cerrar los ojos y que aspirar ávidamente entre
brazos ajenos. El que la recibía al subir las escaleras de una casa que llegó a
denominar hogar y la embriagaba con promesas de reencuentros. El mismo que hubo
que reemplazar con aromas distintos cuando su pervivencia se convirtió en recordatorio
permanente de la ausencia: es demasiado doloroso vestirse de deserción cada
mañana.
Dicen que el olfato es el sentido con mayor poder de
evocación. Es una lástima que uno no pueda elegir a qué huele cada memoria.
Ella devuelve el envase amarillo a su balda y alarga la mano
hacia una botella de color azul. Una apuesta segura. Además, la elección
debería ser evidente si nos atenemos a la gama cromática. Entonces se detiene.
Duda. ¿Seguro que no se puede elegir? Quizás sea el momento de hacer la prueba:
los recuerdos puede que estuviesen en régimen de gananciales, pero desde hoy su
fragancia va a pasar a pertenecer a un presente todavía en construcción. Da un
paso atrás, coge de nuevo el contenedor amarillo y lo coloca en su cesta de la
compra antes de encaminarse resueltamente hacia la caja.
Es sábado por la tarde y, a veces, en un supermercado
cualquiera, hay pequeños actos de valentía que pasan completamente
desapercibidos.