domingo, 1 de febrero de 2015

Galehus

Llevo en torno a una semana dudando sobre si escribir esta entrada o no, pero en vista de acontecimientos recientes finalmente he decidido ponerme garras a la obra. Aviso: esta va a ser una narración larga y bastante farragosa, por lo que pido disculpas por adelantado. Es aconsejable leerla con calma y con un par de arrobas de paciencia.
A lo largo de su vida mi ama ha vivido en la nada desdeñable cantidad de quince casas, contando la de sus señores progenitores. Ha tenido compañeros de piso de lo más variopinto y se ha encontrado en situaciones cuanto menos curiosas, pero creo que el lugar en el que hemos pasado las últimas tres semanas quedará en los anales como uno de los sitios más peculiares que jamás haya habitado.
Hace cuatro entradas ya adelanté que nuestra primera casita danesa, con sus maderas crujientes, era una residencia provisional y en transición entre inquilinos entrantes y salientes. Se trataba entonces de una declaración neutra e informativa, pero creo que es preciso aclarar más pormenorizadamente las implicaciones de esta transitoriedad.
Que unos inquilinos salgan y otros entren implica, en primer lugar, varias mudanzas. En una casa con cinco dormitorios, significa concretamente diez mudanzas: cinco salientes y cinco entrantes. Cuando nosotras llegamos tres de los inquilinos anteriores ya se habían marchado, por lo que nunca llegamos a conocerlos, pero quedaban todavía otros dos: una bípeda y un vikingo rubio de 193 centímetros, de los cuales el último todavía residiría en el piso hasta finales de enero, o sea, ayer. Por otro lado, había cinco inquilinos nuevos que tenían que entrar en el piso y, dado que en enero la mayoría de sus ocupantes anteriores no iban a estar, decidieron hacerlo escalonadamente.
Cabe puntualizar una curiosidad que no he mencionado hasta ahora entre las perplejidades danesas: en este país las habitaciones y las casas se alquilan mayoritariamente vacías. Vamos, tienen neveras, cocinas y bastantes de ellas lavadoras, pero hasta ahí. Eso quiere decir que cuando te cambias de lugar de residencia te lo llevas todo. Absolutamente todo. Es por esto que cuando mi ama entró en el piso tenía tazones y platos y cuarenta y ocho horas más tarde, cuando la bípeda que faltaba se marchó, de pronto había desaparecido una alacena de la cocina, la ducha ya no tenía barra ni cortina, faltaban sillas y solamente quedaba una sartén, propiedad del vikingo restante. Como efecto colateral, mi dueña heredó una mesa en la que apoyar el ordenador –hasta ese momento en su habitación solamente había una cama, un espejo y una lámpara que no funcionaba, así que pasamos nuestra primera noche a oscuras hasta que pudimos pedir prestado un flexo en la oficina–­ y la posibilidad de utilizar una bicicleta –a la que todavía no ha tenido el coraje de subirse–, así que se dijo que la cosa no empezaba mal.
La cosa se volvió completamente surrealista en el momento en el que el baile de objetos se convirtió en un baile de individuos. Tras una primera semana en solitario con el vikingo de la habitación de al lado –que por cierto comunicaba con la nuestra– el fin de semana siguiente se mudó uno de los nuevos inquilinos que, casualidades de la vida, se llamaba exactamente igual que el vikingo. Durante una semana estuve convencida de que todos los daneses se llamaban igual, algo que me parecía al tiempo confuso y muy práctico en términos mnemotécnicos y organizativos.
Ese segundo danés lleva dos semanas viviendo en cada habitación de la casa porque la suya es, en realidad, la nuestra, pero como no la puede ocupar hasta mañana se ha ido instalando en los espacios vacíos y se ha ido desplazando conforme el resto de bípedos han ido tomando posesión de sus respectivos habitáculos. Con él se ha traído millones de cajas y, en mi opinión de ardilla, un ligero síndrome de Diógenes, de modo que la habitación contigua a la nuestra –que no es la misma que ocupaba el vikingo rubio sino la otra porque tenemos dos puertas– parece un enorme trastero. También se ha traído una hermosa colección de camisas que, por arte de magia, aparecieron en nuestro armario mientras estábamos en Odense sin que mediase ninguna explicación para su repentina presencia entre nuestras perchas.
Por el medio de todo esto, en un punto indeterminado de la segunda semana de pronto llegamos a casa por la tarde y descubrimos que la cama que hacía las veces de sofá en la sala ahora estaba colocada en la habitación-trastero porque la bípeda que teóricamente se había ido el primer fin de semana había decidido venir a dormir un par de noches al apartamento. Creo que fue más o menos a esas alturas cuando comenzamos a darnos cuenta de que resultaba imposible predecir la cantidad de personas que dormían cada noche en nuestra casa porque no todos aparecían siempre, así que dejamos de llevar la cuenta.
El tercer fin de semana llegamos a casa tras un paseo por la ciudad y encontramos que en el salón había una familia danesa al completo comiendo pizza, con dos niños menores de seis años correteando por la casa incluidos. Mi dueña se quedó paralizada en el umbral de la puerta, mirando a derecha e izquierda, porque durante unos instantes creyó que se había metido en el piso equivocado. Pero no, se trataba de la mudanza de una nueva bípeda que, mira tú por dónde, también compartía nombre con la chica que vivía antes en nuestra habitación y a la que nunca llegamos a conocer en persona, pero con la que cruzamos varios e-mails.
Recapitulando: la primera semana vivimos juntos el vikingo, mi dueña y yo. La segunda semana ya éramos cuatro: mi humana, los daneses tocayos y yo, con la aparición estelar de la increíble bípeda fluctuante ahora-me-ves-ahora-no-me-ves. Finalmente, esta última semana hemos sido cuatro humanos y una ardilla: los dos simios con nombres repetidos, la humana nueva, mi ama y yo.
Ayer terminaba enero y, con él, el contrato antiguo, de modo que el vikingo rubio se pasó la jornada empaquetando sus cosas. En breve explicaré por qué esto es relevante. Simultáneamente, los otros dos daneses nuevos aprovecharon la jornada para mudarse también. Lo hicieron con un séquito de amigos, familiares y latas de cerveza, de manera que cuando mi ama se puso hacer la comida había seis daneses completamente desconocidos sentados en el salón bebiendo Tuborg, un maremágnum de muebles distribuido de cualquier forma por habitaciones y pasillos y un guirigay considerable (e incomprensible).
Volvamos al vikingo rubio. Dado que era el único que quedaba del grupo de inquilinos previos quedó encargado de disponer de los muebles que los ocupantes anteriores hubiesen dejado allí porque, repito, en Dinamarca las casas se entregan vacías. Después de reclamar muy justamente la almohada que nos había prestado durante este tiempo nos informó de que hoy, domingo, un amigo suyo vendría a recoger las cosas que él no podía llevarse consigo.
Así nos plantamos en esta mañana, a eso de las 10:30, cuando nos despertó un leve toque en la puerta: venían a llevarse nuestra cama. Así, tal cual. Le quitaron las patas y se la llevaron escaleras abajo.
No es que nos pillase por sorpresa, lo reconozco. Sabíamos que la cama no era nuestra y que por tanto vendrían a por ella, pero ruego a la audiencia que por favor nos imagine a mi ama y a mí, yo hecha un ovillo y ella enfundada en un pijama de franela y con ojeras hasta los pies, recién levantadas y observando la situación desde la habitación-trastero. En serio, mi ama ha vivido en lugares muy extraños, pero en ninguno le habían quitado directamente el lecho mientras lo estaba usando.
En el momento de escribir estas líneas la cocina vuelve a estar llena de tazas, platos y vasos, y la casa ya tiene a cuatro de sus cinco habitantes definitivos. La vida se reanuda tras una cesura; es como si mi ama y yo nos hubiésemos colado en este lugar a través de una rendija en el tiempo. Mañana dormiremos en nuestra decimosexta casa y el ciclo de aventuras surrealistas en el mercado inmobiliario seguirá su curso. Por lo pronto, en nuestra última noche en este piso dormiremos en la cama que antes era sofá y que, por suerte para nosotras, todavía no ha reclamado nadie –aunque, visto lo visto, yo no cantaría victoria todavía.