Hay un dicho que sostiene que hay una primera vez para todo.
Los humanos son así de exagerados. Prefieren abarcar la totalidad de
experiencias que pueden cruzarse en la vida de un bípedo antes de plantear la
frase como es debido: cualquier cosa tiene su primera vez.
Las primeras veces tienen casi siempre algo de emocionante: un cosquilleo en la punta de las patas, un erizamiento en los pelos de la cola,
una sensación de curiosidad y expectación por lo que está por venir y la duda
de si los recursos que poseemos en el presente serán suficientes y adecuados
para superar airosamente ese primer encuentro con un futuro que desconocemos.
Todo este circunloquio viene a preludiar la aventura del
día: mudarse.
Cambiarse de casa en Copenhague no es como cambiarse de casa
en Venecia, evidentemente. También hay puentes y canales, pero aquí sortearlos
resulta mucho más sencillo. En este caso lo que complicó la gymkana para mi dueña
fue que empezase a nevar a las 8:30 de la mañana y ya no decidiese parar en el
resto de la jornada. Di tú que a mí la nieve me importaba más bien poco porque a)
mi medio de transporte habitual en una mudanza es mi detestada Samsonite y b)
soy peludita, calentita y adorable, pero por las miradas intranquilas de mi ama
cada vez que se acercaba a la ventana deduje que ella no opinaba lo mismo que
yo.
Era la primera vez que nos mudábamos bajo la nieve.
La cosa resultó menos penosa y más breve de lo esperado. En apenas
dos viajes mi dueña me depositó sana y salva en nuestra nueva morada,
afortunadamente para mí sin que se rompiese la crisma durante el traslado (de
los dos patinazos que pegó rumbo al supermercado un par de horas más tarde
mejor no hablamos).
Nuestra nueva casita es chiquitina pero muy acogedora. Los
daneses la definirían como hyggelig,
que es una palabra de la que están muy orgullosos porque dicen que es un
concepto que no existe en ningún otro idioma. Ocupamos un apartamentito en la
planta baja de un edificio muy antiguo en el que nació, hace mucho tiempo, un
señor barbudo que acabó fundando la institución para la que trabaja mi ama.
Bueno, imagino que cuando nació no tendría barba porque estos simios del norte son
muy lampiños. La ciudad antes debía de ser mucho más pequeña, o el señor muy
rico, o ambas cosas, porque estamos al lado de una de las vías comerciales más
importantes de Copenhague. A pesar de ello, nuestra calle es silenciosa y
tranquila, y el dormitorio da a un gran patio de color anaranjado protegido por
un portón, bordeado de más viviendas y con alguna que otra bicicleta.
¡Nuestra primera vez viviendo solas en Dinamarca!
Explorar la casa nos llevó verdaderamente poco porque es ciertamente
pequeña, de modo que resulta perfecta para una humana de talla media como la
mía. Abrimos todos los cajones, todas las alacenas y hasta la trasera de un sofá.
Menos mal que resultó ser una cama, porque de lo contrario nos lo habríamos
cargado. Constatamos, para nuestro alivio, que había edredones como para
escenificar el cuento de la princesa y el guisante (algo que, dado que estamos en
la patria de Andersen, habría sido de lo más pertinente) y que incluso teníamos
equipo de música y televisión (que mi ama aún no ha logrado ver porque las
instrucciones están en danés y no encuentra el botón de encendido).
Sin embargo, las primeras veces no habían terminado todavía.
Se amontonaban todas detrás de una puerta. Será nuestra primera vez en una casa sin vasos y sin lavadora. También
será nuestra primera vez en una casa sin
plato de ducha y cuyo desagüe se encuentra del lado opuesto del que está la
columna, lo que implica que todo el suelo del baño está inclinado hacia el
lavabo. Puede parecer una tontería, pero sentarse en un inodoro en ángulo agudo tiene su técnica.
No obstante, sin lugar a dudas el mayor desafío será sobrevivir a nuestra primera vez en una casa sin cocina.
Solamente hay un microondas, un calentador de agua, una tostadora y un
fregadero. No cabe nada más. Ah, y la luz de ese habitáculo y la del espejo del
baño están conectadas, de modo que si vas a calentar un vaso de leche de paso
te puedes depilar las cejas. Que conste que a mí este es un tema que ni
siquiera me afecta, pero mi dueña parecía verdaderamente consternada.
Se me ha ocurrido, para animarla, que la propuesta
interactiva de esta temporada sea el envío de recetas que se puedan preparar en
el microondas. Las iré publicando en una pestaña específica por si hay algún
otro bípedo por ahí que tampoco tenga cocina, o no sepa usarla. Como siempre,
esta ardilla de cuatro garras está disponible aquí.
Por suerte para ambas, mi humana se olvidó temporalmente del
drama culinario cuando descubrió un libro bastante voluminoso y un poco ajado
en la estantería del salón. Lo tomó con cuidado y lo abrió sobre la mesa. Empezaba
en 1982 y sus páginas estaban llenas de cientos de caligrafías diferentes: se
trataba del libro de visitas del apartamento. En sus hojas los anteriores
ocupantes del piso daban las gracias por su tiempo en Copenhague, contaban algunas
de las cosas que habían hecho (visitar museos, investigar, escribir…) y firmaban
no solamente con su nombre, sino también con el cargo que ocupaban cuando
estuvieron aquí. Mi ama se encogió un poco en la silla al ir leyéndolos. ¡Han
pasado muchos bípedos importantes por este sitio! Y todos, sin excepción, han
sido felices; simplemente con un microondas y un calentador de agua.
Tras leer unas cuantas páginas llenas de agradecimiento y de
entusiasmo, mi ama levantó la vista del libro y se quedó un instante mirando
por la ventana. Afuera seguía nevando, pero los copos solamente se veían cuando
algún coche los iluminaba con sus faros. De pronto, su ensimismamiento se
transformó en un gesto de incredulidad y me di cuenta de que acababa de percatarse
de que, en aquel preciso momento, ella estaba del otro lado de una de las
ventanas iluminadas de sus paseos sin rumbo. La paciente del síndrome de Copenhague
había recibido, sin pedirlo, el regalo de conocer qué se siente del otro lado
del cristal.
A partir de esa revelación dejaron de importar las lavadoras o
los desagües. Las primeras veces pueden, en ocasiones, resultar abrumadoras, pero
eso es porque casi siempre constituyen un reto. El nuestro será que dentro de
un mes, cuando nos toque marcharnos de nuevo, dejemos también nosotras un
rastro de palabras lleno de genuina gratitud. Nuestro desafío será
intentar ser tan felices como los fantasmas inalcanzables que mi ama imaginaba,
tras vidrios empañados, en la penumbra de un salón con velas.