Los simios a veces se comportan de maneras que, por mucho
que lo intente, creo que jamás llegaré a comprender plenamente. Precisamente
por ello he decidido limitarme a narrar asépticamente los hechos tal y como los
vivimos nosotras, sin interpretaciones de ningún tipo.
Ayer pasamos el día fuera de Copenhague. Nos marchamos sobre
las 10:30 de la mañana y no regresamos hasta después de las 18. Fue un día fantástico
para todas porque mi ama y su amiga bípeda aprendieron cosas muy interesantes
sobre realidades teñidas de rosa y humanas innovadoras, mientras que yo me
divertí de lo lindo corriendo, saltando y trepando por los árboles de un jardín
con vistas al mar.
Cuando regresamos a la ciudad caminamos desde la Estación
Central hasta un café donde mis simias pudieran avituallarse convenientemente de
un chai latte y un muffin de ruibarbo, y allí permanecimos hasta pasadas las
nueve de la noche. Fue en ese lugar donde nos llegaron (desde España) las
primeras noticias de lo que había sucedido aquella tarde en otro café, situado justo
detrás de la piscina donde va a nadar mi ama pero afortunadamente bastante
alejado de donde nos encontrábamos. Por lo que pudimos observar, ni la ciudad
ni los ciudadanos daban muestras de haber sufrido conmoción alguna. La vida a
nuestro alrededor seguía como siempre, hasta el punto de que nos preguntamos si
los daneses que compartían espacio con nosotras estaban al corriente de las novedades.
Volvimos a casa andando tranquilamente, comentando los
eventos, y nada más llegar sintonizamos la CNN –dado que intentar seguir los
informativos en danés habría resultado completamente inútil– para enterarnos
mejor de lo ocurrido. Quizás fuese producto de que el presentador hablase en
otro idioma, pero al menos yo tenía la sensación de que todo aquello había
ocurrido a mucha distancia de nosotras, en una Copenhague paralela inmersa en
un drama cuya onda expansiva no podía alcanzarnos.
Esta mañana, al levantarnos, la sensación volvió a ser similar.
Esta vez las balas habían volado aún más cerca de nosotras: vivimos apenas a
cuatro calles de la sinagoga atacada. Sin embargo, a las diez de la mañana la
ciudad ofrecía el mismo aspecto que un domingo cualquiera: las agujas de las
iglesias zaherían las nubes con sus pináculos verdes, las campanas rasgaban el
aire pesado del invierno danés y la luz lechosa de los días fríos invadía todo.
Lo único que era distinto era el ocasional zumbido de los helicópteros y que,
por un instante, pude leer el miedo en la cara de mi dueña. Duró poco, el
tiempo que tardó en repetirse que el presunto asesino había sido identificado y
abatido durante la madrugada, pero vi la sombra de una pregunta recorrer su
entrecejo: “¿De verdad ha terminado todo?”.
¿Lo ha hecho?
No lo sé. Solamente puedo cruzar las garras para que así
sea. No me gusta ver a mi ama alarmada. Se vuelve escalofriantemente seria y
silenciosa.
[Gracias a todos los que en las últimas veinticuatro horas
se han inquietado por nosotras y se han tomado la molestia de hacer visible su
preocupación a través de todos los medios de comunicación a nuestra
disposición].