domingo, 15 de febrero de 2015

Velata

Cada chasquido del obturador era un pequeño estallido de curiosidad y esperanza. Curiosidad producto de la expectativa al no poder ver inmediatamente una fotografía sacada con una cámara analógica –las nuevas tecnologías generan seres impacientes. Esperanza en que la imagen capturada en aquella película fotosensible le devolviese, por sorpresa, un reflejo digno de ser contemplado.
Siguiendo las instrucciones de los ojos y los dedos parapetados tras el visor, su mirada recorría puntos invisibles del espacio y sus manos se entrelazaban ocultando parcialmente pedazos de su rostro. Su sonrisa fluctuaba entre el escepticismo y la picardía, mientras sus labios se curvaban en muecas ridículas, porque construirse una máscara ficticia sobre la propia piel resultaba mucho más sencillo que exponerse con completa seriedad a que el objetivo penetrase hasta lo más profundo de sus pensamientos.
Permanecer así, frente a la cámara, estática, a la luz de una vela, le inspiraba una especie de pudor extraño, una sensación de desvalimiento, incluso un leve miedo absurdo e irracional. Exigía un grado de abandono ante la voyeur del otro lado del cristal, un sometimiento a sus dictados, la concesión del permiso para observarla y verdaderamente verla. Hay desnudeces para las que no es preciso quitarse la ropa.  
Entre ella y la lente flotaban el eterno interrogante inconfesable, el mismo anhelo silencioso. Quizás fuese una súplica. Por favor, enséñame a mirar. Muéstrame. O mejor, demuéstrame. Conviértete en prueba tangible de las concesiones que jamás realizan los espejos. Golpéame con la certeza suficiente para que no pueda negarte –negarme–, para que no logre parapetarme tras subterfugios técnicos o acusarte de falacia. Persuádeme, convénceme. Por favor.

Gira un poco la cabeza. 
Vista al frente. 
No sonrías tanto. 
Quieta. 
Ahora mírame.

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