Cada chasquido del
obturador era un pequeño estallido de curiosidad y esperanza. Curiosidad producto
de la expectativa al no poder ver inmediatamente una fotografía sacada con una
cámara analógica –las nuevas tecnologías generan seres impacientes. Esperanza
en que la imagen capturada en aquella película fotosensible le devolviese, por
sorpresa, un reflejo digno de ser contemplado.
Siguiendo las instrucciones de los ojos y los dedos
parapetados tras el visor, su mirada recorría puntos invisibles del espacio y sus
manos se entrelazaban ocultando parcialmente pedazos de su rostro. Su sonrisa
fluctuaba entre el escepticismo y la picardía, mientras sus labios se curvaban
en muecas ridículas, porque construirse una máscara ficticia sobre la propia
piel resultaba mucho más sencillo que exponerse con completa seriedad a que el
objetivo penetrase hasta lo más profundo de sus pensamientos.
Permanecer así, frente a la cámara, estática, a la luz de
una vela, le inspiraba una especie de pudor extraño, una sensación de desvalimiento,
incluso un leve miedo absurdo e irracional. Exigía un grado de abandono ante la
voyeur del otro lado del cristal, un sometimiento a sus dictados, la concesión
del permiso para observarla y verdaderamente verla. Hay desnudeces para las que
no es preciso quitarse la ropa.
Entre ella y la lente flotaban el eterno interrogante
inconfesable, el mismo anhelo silencioso. Quizás fuese una súplica. Por favor,
enséñame a mirar. Muéstrame. O mejor, demuéstrame. Conviértete en prueba
tangible de las concesiones que jamás realizan los espejos. Golpéame con la
certeza suficiente para que no pueda negarte –negarme–, para que no logre parapetarme
tras subterfugios técnicos o acusarte de falacia. Persuádeme, convénceme. Por
favor.
Gira un poco la
cabeza.
Vista al frente.
No sonrías tanto.
Quieta.
Ahora mírame.
[Click].