martes, 20 de septiembre de 2016

Aux barricades!

Cosas que hacer cuando tu piso se rebela contra ti:
  • Cocinar bizcochos compulsivamente para intentar reemplazar el olor a humedad por el de pan de plátano.
  • Frotar. Oh, mira, una araña. Matarla. Seguir frotando.
  • Forrar los armarios con bolsas y trampas antihumedad y los cajones con velas perfumadas y bolas de cedro.
  • Evitar sentarte en el sofá hasta que logres comprar uno nuevo.
  • Organizar contrarrelojes con la nevera para ver quien llega antes, si ella con su incontinencia urinaria o tú con tu bayeta secándole los bajos.
  • Reñir a la lavadora cuando esté perezosa. Hacer lo propio con la ducha.
  • Poner la calefacción una o dos horas sueltas por las noches a golpe de mediados de septiembre para evitar amanecer húmeda de rocío inmobiliario.
  • Conseguirte un deshumidificador lo antes de posible.
  • Salir a pasear en cuanto notes que están a punto de crecerte setas en las orejas.
  • Tomártelo con humor. Sobre todo que no huela tu miedo.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Eel-y

Este fin de semana en Ely aprendimos que:
  • Ely era una isla y los isleños llevan 2000 años intentando que deje de serlo: eso es la perseverancia llevada a otro nivel. Quizás Ely también encarne la definición práctica de optimismo, si bien de práctico la estrategia tenga más bien poco.
  • En Ely hay galileas, y cualquiera que haya compartido banco de universidad con mi dueña será consciente de las implicaciones de este hallazgo.
  • O los nativos son muy bajitos o entran en sus casas de rodillas. Y les encantan las anguilas.
  • Ante la duda un maniquí siempre lo explica todo mucho mejor.
  • Un pato sano es un pato feliz.
  • Es posible saber qué se siente cuando te pasa un tren por encima y sobrevivir para contarlo.
  • El chocolate y los calabacines son como esos dos humanos que jamás esperarías que se hicieran amigos pero luego los pruebas en una tarta y saben bien. No es que yo me dedique a catar humanos habitualmente, entendámonos.
  • Si tu nombre es Etheldreda, además de mi más sentido pésame por tu difícil infancia (aunque puede que la de tu hermana Sexburga fuese todavía más dura) deberías saber que tienes cierta predisposición a los maridos con edades absolutamente dispares a la tuya, por arriba y por abajo. Yo también me habría escondido en un pantano.
  • Cromwell en realidad no era de Ely, pero sorprendentemente todos en Ely son parientes de Cromwell.
La catedral y su fascinante (e indefinible) galilea.

Moving On... (II)

Esta ardilla lleva un tiempo desaparecida, pero quisiera aclarar que mi silencio no se debe a la desidia sino al agotamiento: desde hace tres semanas mi ama me tiene al borde de la extenuación. Justo cuando comenzaba a confiarme y a pensar que quizás se había rehabilitado, mi dueña ha sufrido una recaída en sus antiguos hábitos:

Se ha vuelto a mudar.

Además no ha sido una mudanza cualquiera, qué va. La muy desgraciada se lo ha tomado con parsimonia y ha tardado una semana enterita en trasladarse desde nuestra habitación de los suburbios a nuestro nuevo apartamento al lado del centro.

He aquí, pues, la hoja de ruta de una mudanza isleña:

Días -5 a -1: empaquetado y recogida de ropa y objetos personales. Entre cajas y maletas varias mi humana se fue dedicando a notificar de su cambio de residencia a un nutrido grupo de simios a los que no conocía de nada, aunque no he acabado de entender para qué dado que ninguno de ellos ha venido a visitarnos por ahora.

Día 1: recogida de llaves e inventario. La primera tarde en el piso mi dueña, una amiga suya y yo estuvimos entretenidísimas jugando a las siete diferencias si bien, en este caso, se trataba más bien de setecientas porque cualquier parecido entre la descripción del estado del piso contenida en el documento y sus condiciones reales eran pura coincidencia. Ahora tenemos un bonito álbum en el portátil con fotos de paredes, mesillas de noche y armarios. Y de mugre. Mucha mugre.

Día 2: limpieza. Las muestras estratigráficas obtenidas de las varias capas de grasa del horno nos permitieron afirmar sin lugar a dudas que los primeros contactos entre dicho electrodoméstico y un estropajo tuvieron lugar cuando mi ama introdujo una mano enguantada hasta el codo dentro del habitáculo. Veinticuatro horas más tarde y una botella de líquido corrosivo, inflamable y altamente tóxico después, teníamos un horno nuevo y una bípeda un poco colocada por inhalación de productos químicos (la bañera también se pasó más de un día marinando en lejía).

Día 3: compra de mobiliario y más limpieza. Lamento decir que una ardilla no es el animal de carga más eficiente para mover bultos; somos casi perfectas, pero la perfección no pasa por arrastrar cajas. Por suerte para mi ama, uno de sus nuevos amigos bípedos se ofreció generosamente a ayudarla. Allí nos fuimos a por lámparas y espejos, microondas y armaritos de baño. Al volver, como premio, más limpieza. ¡Estoy de limpiar cristales con la cola hasta la punta de las orejas!

Día 4: el colchón. Gracias a la desinteresada ayuda de otra humana, mi dueña consiguió al cuarto día tener una superficie mullida sobre la que poder dormir cuando lográsemos que todo lo demás estuviese habitable. Lo celebramos con una brownie de chocolate y, cómo no, limpiando. También hubo que redactar un inventario nuevo, esta vez basado en hechos reales, informando a la agencia de que a) son miopes y b) esas cosas amarillas absorbentes se llaman bayetas.

Día 5: traslado de cajas y maletas, abastecimiento de comestibles. En su línea de seguir abusando de la amabilidad de los simios (y roedores) de su entorno, mi ama reclutó a otro bípedo distinto con coche para llevar sus efectos personales desde nuestro antiguo piso al nuevo. Cuando llegamos a la casa nueva el repartidor del supermercado estaba esperándonos a la puerta porque había llegado diez minutos antes de la hora pactada para la entrega. Nos congratulamos de la puntualidad de ambas partes fregando el interior de la nevera y del congelador.

Día 6: recepción y montaje de un escritorio y, por supuesto, más limpieza. Por suerte a última hora de la tarde mi ama me permitió echarme una carrera por la hierba que tenemos delante de casa, porque no todo en este piso podía ser malo.

Día 7: adquisición de menaje y término oficial de la limpieza. Y al séptimo descansó, que suele decirse. Pero no. Mudarse a una casa nueva al parecer es bastante más laborioso que crear un universo, probablemente porque el universo viene limpio de fábrica.


El caso es que, con algunas salvedades, nuestra casita nueva ya está más o menos en marcha, así que a partir de este momento se admiten oficialmente reservas para Volunti’s Bed & Breakfast.

sábado, 20 de agosto de 2016

Reminiscences

El año pasado, cuando mi ama vino de visita a la capital de esta isla, yo me tuve que quedar en Copenhague. Es difícil justificar la presencia de una ardilla en una reunión de negocios, lo entiendo. Tampoco tenía mayor interés en meterme en una ciudad inmensa, con la de verde que hay en Dinamarca.

Ahora veo edificios altos y acristalados al borde del agua y por un instante me pregunto si hemos regresado a Nueva York, pero no puede ser porque aquí los taxis son negros en vez de amarillos y los autobuses, de color rojo, parecen variantes camélidas de aquellos que yo creía conocer.

Bípedos, bípedos, bípedos por doquier.

Mi humana, en cambio, no observa mi pánico cada vez que un coche o un ciclista nos pasa rozando por el lado equivocado (¡con lo que me costó aprender que los simios circulan por la derecha!) porque tiene la mente en otro sitio. Bueno, tal vez en otro sitio sea una expresión inexacta dado que el lugar es el mismo; es el tiempo el que cambia.

Donde yo veo marabuntas de gente y flashes, ella ve a una adolescente de catorce años, flequillo y pelo corto sacándose una foto junto a dos señores uniformados a caballo. Lo que yo percibo como un estanque anodino en mitad de un parque para ella es el océano en el que dos primas casi naufragan aferradas a unos remos. Yo salto calle abajo ignorando que hay paseos que pueden resultar eternos para una universitaria que acaba de cumplir los veinte y se ha torcido el tobillo. Me resulta indiferente ese escaparate en el que dos amigas compraron un cuaderno de tapas verdes. Tampoco presto atención a una cafetería, como tantas de la misma franquicia (hasta en Norwich hay una), en donde pararse a beber un chai latte le costó a un joven llegar tarde a despedirse de una madre que se iba para siempre. A mí no me dice nada esa plazoleta en la que un ser hecho pedazos aguardó tres cuartos de hora por alguien que jamás vendría. Yo nunca he temido toparme con unos ojos al subirme a un vagón de metro.

Yo no sé, yo no capto, yo no entiendo, porque mi tablero urbano no está formado de estancias superpuestas. Las ardillas no solemos dejar fantasmas de nosotras mismas flotando entre una calle y la de al lado. Para mi dueña, por el contrario, la ciudad está compuesta de memorias estratificadas; a poco que escarbes sale una. Para ella, la ciudad existe en infinitos universos paralelos, cada uno con su propia cronología, que la asaltan en forma de destellos (o de ventanas, quién sabe, quizás algún día se pueda viajar marcha atrás a través de ellas), como si fuesen una obra de teatro representándose permanentemente ante su mirada cada vez que pisa sus aceras. Con cada estancia la obra se enriquece y complejiza, y un nuevo estrato se incorpora a los anteriores. Cada vez que la ciudad la llama, además, suele ser señal de que hay una bisagra vital en ciernes.

No, no comprendo, cómo podría. A mí ninguna ciudad ha venido jamás a buscarme cuando me pierdo. Cierto es que me pierdo poco. Será por esto, tal vez, que a mi dueña no le llega con una brújula ordinaria y para asegurarse de que va por el sendero correcto el universo le envía astrolabios urbanos.

Sospecho, sin embargo, que algún día llegaré a entender el fenómeno de la estratificación memorística de mi humana. Tengo la sensación de que los vientos que la arrastran a ella están empezando a incluirme a mí también: desde el viernes pasado poseo el primer cromo para mi álbum de recuerdos de esta ciudad camaleónica y multicolor. En él aparece un café forrado con paneles de madera y sembrado de mesas de mármol con patas de hierro forjado caprichosamente. Es uno de esos rincones que invitan a sacar un cuaderno, un bolígrafo y a ponerle un tapón a la clepsidra mientras un earl grey nos contempla serenamente con su ojo de limón. Desde hace una semana hay una versión treinteañera de mi ama sentada en una esquina con una maleta a su vera, la cabeza apoyada en el panel que le sirve de respaldo, la cara orientada hacia el sol matutino de la derecha, los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los labios. Etimológicamente, recordar significa volver a pasar por el corazón.

Mientras ella no mira, el roedor que la acompaña está horadando galerías dignas de un pozo minero astur en la tarta de zanahoria que hay sobre la mesa.

¿A qué vienen esas expresiones reprobatorias? ¡Tiene nueces por dentro y sustentarse de recuerdos ofrece un aporte calórico demasiado bajo para mi gusto!


lunes, 8 de agosto de 2016

The Coast is Clear

Tras tres fines de semana recorriendo la costa de Norfolk, esta ardilla ha observado que:

  • En esta isla el apelativo de playa se concede a cualquier extensión de terreno no escarpado bañado por el mar, sea cual sea la composición geológica del terreno en cuestión.
  • Cuando baja la marea hay que buscar el mar con prismáticos.
  • Cuando sube la marea hay sirenas que alertan de que si no espabilas puede que tengas el agua al cuello en cuestión de minutos sin siquiera estar tumbado sobre la toalla.
  • Un Fish & Chips es el negocio más rentable de cualquier localidad costera, seguido tal vez por una heladería.
  • El helado de saúco está sorprendentemente bueno.
  • Tener tu propia caseta de dos metros cuadrados al borde de un paseo marítimo en donde guardar tus bártulos playeros es la aspiración de todo veraneante de pro.
  • Don Quijote jamás habría podido cargar contra los molinos de viento isleños porque estos están plantados en mitad del océano.
  • Los conductores del Coasthopper están cansados de vivir y quieren llevarse por delante a la mayor cantidad de veraneantes posible.
  • Los isleños son rosas pero cuando se ponen al sol se vuelven rojos.
  • Mi ama, en su afán por asimilar las costumbres locales, ha pasado de tener la tez aceitunada a rojiza para desentonar menos. Le está bien empleado por infravalorar el sol británico. [Que nadie se inquiete, no pienso permitir que abrace el culto a las sandalias con calcetines].
  • Las máquinas tragaperras abundan en los pueblecitos de veraneo. Será para que los isleños ludópatas que no pueden dedicarse a las apuestas hípicas no las echen de menos durante las vacaciones.
  • Tener un rebaño de ciervos es mucho más sofisticado que uno de vacas o de ovejas.
  • Permitir que tus invitados se bañen en una fuente dieciochesca otorga un toque de distinción (levemente decadente) a toda casa de campo que se precie.
  • La única forma de personalizar una casa decorada hace casi trescientos años es colocando un marco con fotos de tu familia (y tu loro) en cada superficie que encuentres libre.
  • Los vigilantes de sala isleños se aburren tanto como los continentales y son igual de parlanchines y dicharacheros cuando se les pregunta algo. 
  • La edad del pavo humana (pobres pavos, qué culpan tendrán ellos) produce bípedos que intercambian pedradas en mitad de una playa o bípedas que se aplican base y sombra de ojos mientras son azotadas por ráfagas de arena.
  •  Las sombrillas son artilugios inútiles por estos pagos, lo que se lleva son los parapetos cortavientos.
  • Estaciones de tren y grandes superficies de cadenas alimentarias: una historia de amor por escribirse.


miércoles, 3 de agosto de 2016

A fine city

[Esto no lo digo yo, que conste en acta, así es como se autodenomina la ciudad].

Hemos concluido con éxito nuestro primer mes en Inglaterra y, para celebrarlo, creo que ha llegado la hora de hacer una breve semblanza del lugar al que hemos ido a parar:

Norfolk es la tierra de los cielos infinitos y las nubes veloces, del tiempo cambiante, de las cuatro estaciones en veinticuatro horas. Posee un aire a enclave remoto y alejado del mundo que parece haberse quedado varado en el tiempo; un tiempo de muelles decimonónicos en metal y madera, casetas de colores al borde del mar y casitas de campo con muros hechos de cantos rodados.

Norwich es una ciudad chiquitina, pero disimula para que no se le note. Tengo entendido que las urbes de este país son bastante dadas a jugar al despiste: se desparraman tanto por el suelo que dan la sensación de ser mucho más populosas de lo que realmente son. En verdad Norwich cuenta aproximadamente con unas ciento cuarenta mil almas, y eso si asumimos que cada cuerpo tiene una, cosa que a veces dudo a juzgar por el comportamiento de los humanos.

Dicen los lugareños que esta es la ciudad con un pub para cada día y una iglesia para cada domingo. De hecho, le han contado a mi ama que solamente en el centro hay más de treinta edificios religiosos, así que si sumamos los del resto de barriadas a lo mejor la sabiduría popular está en lo cierto. Una aseveración, por otra parte, que estoy por apostar que fue enunciada por primera vez mientras se procedía al recuento de locales de ocio. Lo que ya no me queda muy claro es cómo funciona el cómputo de pubs. Si tienen 365, ¿qué hacen con los años bisiestos? ¿Tendrán un pub comodín que solamente abre un día cada cuatro años?

Se rumorea también que Norwich es llana, pero quien sostenga tal idea miente cual bellaco. Como nos dijo un venerable simio levemente empapado en alcohol que se sentó un día a descansar a nuestro lado: “Norfolk es plano hasta que llegas a la vejez. ¡Entonces sí que encuentras las cuestas!”. Mi dueña claramente pertenece a ese sector poblacional.

Norwich huele a madreselva y tiene la piel de ladrillo. En ella hay cafés bonitos, rincones escondidos, arcos umbríos, ruinas perdidas y un río serpenteante al borde del que pasear. Está rodeada de parques por los que corretean varios de mis parientes lejanos y muchas de mis primas (¡creo que no había hecho tantas amigas de golpe desde Nueva York!) y mi dueña almuerza con vistas a un lago. Norwich bulle de actividad cada sábado y haraganea los domingos después de comer, y te regala atardeceres violetas y naranjas si levantas la vista del móvil cuando tu autobús de dos pisos dobla una curva.

Si hubiera que definir esta ciudad con una palabra, creo que sería apacible. Norwich no tiene prisa y nosotras, por una vez, tampoco. Tenemos margen para aprendernos de memoria cada recoveco y cada arruga. Es pronto aún para afirmarlo, pero quizás este sea el comienzo de una hermosa amistad. And a very fine one at that, of course.


domingo, 24 de julio de 2016

Ausencia

A veces los seres humanos se disocian. Lo he observado con frecuencia. Se quedan quietos y silenciosos, inertes, con la mirada fija en un punto inexistente del espacio. Sus ojos se vacían, sus oídos se cierran y, de repente, dejan de ser un todo unitario. Puede que solo dure un instante, lo justo para que alguien o algo los despierte de su trance, pero durante ese breve intervalo han abandonado la habitación dejando sus cuerpos atrás. Su espíritu está en otra parte.

A dónde o por qué se hayan marchado no me corresponde a mí averiguarlo. Quién sabe por qué uno decide evadirse momentáneamente de sí mismo. Como a las ardillas no nos pasa, la única explicación que se me ocurre es que, en ocasiones, los bípedos sienten que no están donde deberían e intentan remediarlo como buenamente pueden.  

Esta noche sé que en nuestra habitación habrá solamente un roedor y un cuerpo sin alma. Lo sé porque desde hace unas horas mi ama tiene esa mirada de humana disociada que presagia viajes inminentes sin moverse del sitio. Hoy ella tampoco está donde debería y es consciente de ello, pese a que mantuvo hasta el último momento la fe en los milagros en forma de pájaros de metal. Esta vez no ha podido ser.

Por eso, porque me consta que este año mi dueña ha perdido su eje, cada vez que recorre el pasillo de nuestra casa enmoquetada sé que ella pisa granito. Cuando devora ávidamente las fotos que otros han ido subiendo a las redes sociales sé que está pensando en el azul del cielo, en la luz interminable del verano, en la brisa que comenzará a soplar cuando el sol se ponga, en el barullo de las atracciones y la orquesta. En el silencio de nuestro cuarto sereno flotan palabras que sé que no pronunciará: Subid a la noria por mí. Id a la plaza en mi nombre. Decidle a mi ciudad de estrellas que espero no perderme su fiesta el año que viene. Decidle a Doña Berenguela, si os la cruzáis, que aquí no hay quien me preste su belleza.

También por todo esto, cuando dentro de un rato le brillen los ojos sin venir a cuento mientras cena escuchando música sabré que no es la cebolla la culpable, sino toda la lluvia de la que está hecha y que, cuando su espíritu está ausente, se le escapa por los lagrimales para volver borrosa una pantalla inundada de estallidos de colores.