lunes, 29 de octubre de 2012

Painting the town red

[Aviso: este post es inusualmente largo]

Por fin, mi ama decidió perdonarme el viernes pasado. No sé por qué estaba de tan buen humor, pero pasó mucho rato sentada ante el ordenador con los ojos muy brillantes. Cuando levantó la vista y me vio hecha un ovillo sobre la cama me sonrió y simplemente hizo un gesto con la cabeza en dirección al portátil. Así pues, ¡he vuelto!
En estas dos semanas de silencio he aprendido muchas cosas sobre los humanos. Entre ellas, que tienen maneras muy peculiares y originales de divertirse. Aventurarse en la noche neoyorquina dentro del bolso de mi ama es zambullirse directamente en lo inesperado y, a veces, desconcertante. ¡Pasen y vean!

Situémonos, por ejemplo, en un jueves cualquiera. Mi dueña sale de trabajar con su abrigo y su mochila, y se encuentra con un bípedo que me resulta familiar. Juntos pasean por un sinfín de calles salidas de un plató de cine puesto que en realidad muchas lo son. Cuando me quiero dar cuenta mis dos humanos se han cansado de callejear y están sentados en una minúscula mesa a la luz de una vela. Parece el escenario de una película francesa, si no fuese porque de pronto se escucha una voz rasgada quebrando el murmullo de la sala. Me asomo disimuladamente y descubro a un hombre de negro cantando historias tristes al son de una guitarra. En español. Poco después me enteraría de que esa música se llama tango y que también se puede bailar, aunque con lo patosa que es mi dueña me alegro de que se quedase quietecita en su silla.
Cambiemos de escenario. Ahora nos hallamos en un viernes ventoso y otoñal, y mi dueña ha salido a cenar con otras tres humanas. De pronto, las cuatro se detienen ante un edificio de aspecto ruinoso y aparentemente vacío. Aguardamos unos minutos, hasta que un portero nos pide las identificaciones. Tengo que puntualizar que el equivalente de los 21 años americanos para nosotras las ardillas es aproximadamente un año y medio, así que mi ama me ha conseguido un carnet falso para poder colarme en los locales nocturnos. Una vez dentro, nos encontramos con unas escaleras descendentes. En ese momento empiezo a preguntarme en dónde me estarán metiendo, pero lo averiguo a los pocos minutos: ¡en los años 20!

El lugar en realidad es una coctelería con aire clandestino en la que los humanos tras la barra visten chaleco y camisa, y las camareras llevan faldas de tubo y flores en el pelo. La música es suave, la luz tenue y la atmósfera parece salida directamente de los años de la Ley Seca. Preparan prácticamente cualquier mezcla que se les pida, y para los indecisos hacen bebidas a medida. Además no cobran los cócteles sin alcohol, con lo cual mi ama está encantada con el sitio.
Prosigamos la noche. Viajar en el tiempo es una ocupación fascinante, pero ¿qué hay de bailar al ritmo de la música de los años 80 y 90 en una peluquería? Con sus secadores de pelo y sus sillones correspondientes, por supuesto. Y por si esto supiese a poco, por $10 tienes un Martini y una manicura. En estos momentos soy la ardilla con las garras más cuidadas de toda Nueva York.

Imaginémonos ahora una velada distinta. Una velada exótica, en la que cuatro humanos celebran algo junto a mi dueña. Aunque no se me permite probar la comida – para variar – el aire huele a canela y hierbabuena. Al rato nos hallamos en un local cargado de humo perfumado y por las rendijas del bolso de mi ama consigo ver a una bailarina vestida de rojo dibujando infinitos en el suelo. El festejo continúa con una fugaz visita a un lugar donde varios simios se dedican a destrozar canciones, y como mi ama y sus amigas llegan cuando están a punto de cerrar, el broche final lo ponen las tres juntas versionando Empire State of Mind en plena calle. Mientras, yo me arrebujo en el bolso y me tapo las orejas con la esperanza de que terminen su actuación antes que alguien nos lance un tomate.
Avancemos un poco y pongámonos a finales de octubre. Un huracán se aproxima y en espera de su llegada es obligatorio aprovechar los últimos retazos de buen tiempo que quedan. Por eso mi ama y una amiga han optado por ver la ciudad desde arriba. Concretamente desde un piso 20 situado justo frente al Empire State. Incluso yo, que estoy acostumbrada a trepar a árboles altos, contengo la respiración unos segundos. Realmente estamos en Nueva York, pienso incrédula. Enseguida mi atención se desvía y me fijo en unas perchas con unas prendas rojas colgadas. Conforme avanza la noche descubro que son batas a disposición de los clientes frioleros cuyos abrigos no son tan gruesos y calentitos como el mío.

Empire State (of Mind).

Ahora bien, los humanos no solamente hacen cosas raras por la noche. Tampoco sienten ningún embarazo en comportarse como lunáticos a plena luz del día.
En esta ocasión mi ama se encuentra en el Bronx con otros tres bípedos y los cuatro llevan auriculares. Hasta ahí todo normal dado que en NY la gente vive conectada a sus iPods. Sin embargo, de improviso mi manada y muchos más humanos empiezan a moverse de forma aleatoria. Levantan manos, golpean la hierba con los pies, se tiran al suelo, se echan a correr, se esconden detrás de los árboles, hinchan y explotan globos o se ríen a carcajadas sin que nadie sepa por qué. Lo más inquietante es que todos lo hacen al mismo tiempo, como si estuvieran teledirigidos.

Al cabo de una hora de sinsentido, una banda de música surge de la nada y conduce a todos los bípedos hasta el final del parque a donde los ha llevado su locura transitoria. Por fin llego a la conclusión de que mi dueña y sus acompañantes han participado en un experimento sonoro aunque yo (y todos los que los observaban) pensase que se habían vuelto majaretas. A ver qué hago yo si la tarambana de mi dueña pierde la chaveta en un país extranjero: las opciones de repatriación de ardillas son más bien escasas.
A fecha de hoy, mis dudas sobre la salud mental de mi ama todavía persisten. El decorado esta vez es muy distinto de los anteriores. Mi dueña me ha llevado en tren hasta una granja a las afueras de la ciudad, donde una multitud de bípedos se han reunido para realizar actividades otoñales como montarse en tractores llenos de paja, recoger calabazas, beber mosto de manzana y acariciar animales domésticos. Por cierto, al parecer las alpacas entran dentro de esa categoría. Ardillilmente me parece muy divertido que los bípedos urbanitas encuentren pintoresco recorrer un campo en tractor porque estoy convencida de que la actividad perdería todo su encanto si tuviesen que subirse a él a diario para retirar paja de verdad.

Las alpacas como animales domésticos americanos.
El compost también.

Calabazas. Los humanos parecían fascinados con ellas.

En cualquier caso, mi dueña no se queda atrás en espíritu otoñal porque cuando miro a mi alrededor ya ha organizado una de las suyas. ¡No se le ha ocurrido mejor idea que meterse en un maizal! O más bien, en un laberinto dentro de un maizal. Le han dado una hoja con acertijos que tiene que ir resolviendo mientras recorre el laberinto en busca de la salida, y así se pasa un buen rato con otras dos bípedas tan entusiasmadas como ella. De verdad, por mucho que me esfuerce por entender a mi humana creo que hay cosas que jamás comprenderé. No tengo nada en contra de que se integre en el modo de vida de este país, pero eso de que se dedique a corretear entre mazorcas me preocupa un poco. Creo que su síndrome de abstinencia por falta de castañas está empezando a afectarla.
Maizal con humanos extraviados en su inmensidad.
Las banderas son por si se pierden demasiado.

Como la vida campestre puede resultar agotadora, mi ama decide entonces descansar visitando a una antigua conocida a la que todavía no ha presentado sus respetos. Para ello me arrastra a la orilla de la bahía y me sube a un barco enorme plagado de incontables humanos armados con cámaras de fotos. Al cabo de un ratito veo que ella también se concentra en fotografiar algo en la distancia, y descubro que en lontananza hay una señora con una corona y una antorcha que nos observa impasible.  No acabo de ver el motivo por el que todo el mundo se afana por retratarla porque en realidad no es tan guapa. A lo mejor es porque va vestida de forma extraña. 
Señora con libro, corona y sin sentido de la moda.

Resumiendo: he llegado a la conclusión de que en este rincón del mundo prácticamente todo es posible. Se puede viajar a Buenos Aires un jueves cualquiera a las 20:30, dar un salto al pasado, perder la cabeza escuchando un mp3 o resolver enigmas entre paredes vegetales.

Y siempre, siempre, es imprescindible lucir unas uñas impecables.