Hoy ha sido un
día extraño en Nueva York. Llevo todo el día escuchando a mi ama y a su
compañero de piso hablar de que se acerca un huracán, aunque ninguno de los dos
parecía excesivamente preocupado. Mi dueña ya pasó por uno hace años y se lo
toma con filosofía. Yo, en cambio, no dejo de imaginármela volando por los
aires como Dorothy en El Mago de Oz.
Conmigo en el papel de Totó, desde luego, que soy bastante más mona.
Por cierto, siempre me he preguntado quién le pone los nombres a los fenómenos meteorológicos. Debe de ser un trabajo apasionante.
Cuando salimos a la
compra me di cuenta de que yo no era la única inquieta, y que más bien era mi ama
la que iba contracorriente. En la farmacia y el supermercado había colas
quilométricas formadas por bípedos de todos los tamaños, colores y sabores cargados
hasta las cejas de botellas de agua, latas y materiales de emergencia. Mi dueña
murmuró algo sobre crear alarmas periódicas en la población para provocar picos
de consumo de bienes con relativamente baja demanda, pero yo no tenía ganas de
escuchar teorías económicas conspirativas porque estaba empezando a contagiarme
de la agitación general. No olvidemos que un roedor es bastante más liviano
que un simio.
Ya en casa, mi
dueña recibió un correo electrónico de su empresa advirtiéndola de que mañana
no debe ir a trabajar, aunque de todos modos dudo mucho que hubiese podido
llegar hasta la oficina si los transportes públicos llevan paralizados desde
las 6 de la tarde de hoy. Ante semejante estado de cosas me figuré que mi ama
adoptaría un comportamiento un poco más circunspecto y solemne. ¿Y qué hizo
ella mientras media Manhattan cubría sus ventanas con paneles de madera? ¡Salmón
en papillote y albóndigas! Si nos ahogamos, al menos lo haremos bien
alimentados.
En estos momentos
son casi las 10:30 de la noche y fuera la calle está completamente desierta. En
la distancia se ven coches atravesando el puente sobre el río, de modo que si
no fuera por la ausencia total de bípedos parecería un domingo cualquiera. Los
árboles de nuestra acera apenas se mueven, y no hay ni rastro de lluvia por
ninguna parte. En unas horas comprobaremos cómo de profunda es la calma que
precede a la tempestad.
Por el momento
supongo que lo único que se puede hacer es esperar, así que yo también he
decidido tomármelo con algo de humor. Por cierto, siempre me he preguntado quién le pone los nombres a los fenómenos meteorológicos. Debe de ser un trabajo apasionante.