lunes, 24 de septiembre de 2012

Moving on

El sábado amaneció nublado y otoñal, y cuando salimos de casa la calle estaba mojada. El tiempo perfecto para una mudanza. ¡Y qué mudanza! Menos mal que yo había vuelto a mi funda de plástico dentro de la dichosa Samsonite porque no me habría gustado estar en el pelaje de mi dueña. Aparte de que el mío es mucho más suave, dónde va a parar.

La primera odisea fue subirse al autobús. Encontrar la parada no tuvo mayor complicación, especialmente cuando los señores que están paseando perros te preguntan si te has perdido y te la señalan, pero trepar por los angostos peldaños, aposentar las dos maletas y recibir un chillido del conductor para cambiarlas de sitio fue todo uno. Dentro de mi refugio me compadecí un poco de mi dueña, aunque la compasión me duró solamente hasta que me llevé el primer trastazo bajando unas escaleras.

Para seguir sumando, el bus tuvo que desviarse de su ruta habitual porque había una carrera pedestre por Park Avenue, de manera que cuando llegamos del otro lado del parque mi ama se bajó en una parada distinta de la que tenía pensada, y eso redundó en un trayecto mucho más largo para llegar al metro. Ahora bien, arrastrar dos maletas por Manhattan no tendría por qué ser una experiencia dantesca, de no haber sido porque una de ellas (la otra, no la mía, a mí no me miréis) tuvo un grave percance: una de las ruedas se bloqueó contra su propio soporte. Con el rozamiento la rueda se fue sobrecalentando y desgastando, así que para cuando mi ama hizo una pausa para inspeccionarla esta literalmente quemaba y era prácticamente triangular. Resultado: arrastrar a peso dieciséis kilos por el suelo de Nueva York. Más otros veinte. Hora y media de trayecto. En ayunas.

Tras tanta penuria no es de extrañar que mi ama se equivocase de timbre. Después de llamar repetidas veces al piso equivocado apareció una amable señora que le dijo: “Puedes seguir timbrando cuanto desees y si quieres hasta te dejo entrar, pero me temo que estás tocando al telefonillo equivocado”. Nosotras las ardillas no podemos ponernos coloradas, así que me habría gustado ver la cara de mi dueña en aquel momento. Seguramente oscilaba entre el escarlata y el bermellón.

Una vez pedidas mil disculpas y comprobado el número correcto, el compañero de piso de mi ama bajó a ayudarla con las maletas. Como golpe de gracia de humillación involuntaria, él solito levantó ambos bultos y echó a correr escaleras arriba.

Mi dueña le fue a la zaga arrastrando la lengua por el suelo y pensando que la próxima vez que tenga que mudarse lo hará en taxi.