lunes, 24 de septiembre de 2012

Oh Happy Day!

Supongo que la mayoría de nosotros - simios y roedores - cuando nos imaginamos una misa góspel pensamos rápidamente en Whoopi Goldberg bailando desatada frente a un altar-escenario, pero con más gente moviéndose de derecha a izquierda. ¿No? ¿Sólo yo?

El caso es que esta mañana mi ama y otra humana decidieron que era un buen momento para santificar las fiestas, y allá nos fuimos las tres hasta la 145 St, en el corazón de un Harlem soleado y apacible. El barrio está lleno de iglesias y de congregaciones por todas las esquinas, pero nosotras íbamos concretamente a esta aunque la más famosa (y turística) es esta otra.

Desgraciadamente el metro neoyorquino también es un devoto practicante que respeta las fiestas de guardar, por lo que si pensábamos llegar a las 10:30 para coger sitio no llegamos a la puerta de Sión hasta las 11 menos 5, y para entonces un amable (e imponente) caballero trajeado nos dijo que estaba todo lleno y nos indicó otra iglesia a la que dirigirnos.

Debimos de liarnos un poco con las direcciones porque aparecimos precisamente frente a la Abyssinian Baptist Church, cuya cola de turistas y/o feligreses daba la vuelta a la manzana. Descorazonadas, buscamos en Google alguna alternativa, y ya nos encaminábamos hacia la 120 St cuando de pronto a nuestra derecha vimos una iglesia ligeramente destartalada en la que entraban cuatro personas con pinta de estar tan perdidas como nosotras. La bípeda que acompañaba a mi ama exclamó “¡Están cantando!” y ambas, como dos posesas cegadas por inexplicables ansias musicales, atravesaron la calle corriendo mientras yo las seguía rezando a San Quercus para que no nos atropellasen.

El lugar era decididamente peculiar. Más que una iglesia parecía una especie de salón de actos, y todos los miembros femeninos de la congregación encargados de acoger a los visitantes estaban vestidos con uniformes blancos de enfermería. Había un olor extraño en el aire, hacía muchísimo calor y nada más franquear el umbral nos dirigieron al segundo piso para que nos sentásemos en un graderío junto con otros espectadores.

Por lo que alcancé a ver desde el bolso de mi dueña, abajo había un par de atriles y varios sitiales ocupados por tres o cuatro señores también trajeados, de los cuales presumiblemente uno era el pastor. Detrás había dos coros, uno vestido de negro y violeta, y otro ataviado con túnicas granates. Delante del altar también había un órgano, un piano, una batería y algún que otro instrumento más.

Los dos coros eran de lo más dispar, tanto en afinación como en número y en edad de los integrantes. Reconozco que no acabé de entender las funciones de cada uno, quizás porque entre los roedores los únicos que saben algo de música son nuestros primos los ratones. Lo que sí tuve claro rápidamente fue que podía prescindir fácilmente de uno de ellos. Y del espasmódico tañedor de panderetas también.

El servicio duró varias horas, si bien creo que nosotras salimos un poco antes de que terminase. La acústica era tan mala que resultaba imposible entender prácticamente nada de lo que decían los oficiantes así que por un lado nos marchamos ligeramente decepcionadas y por otro pensando que no podíamos haber vivido una experiencia más auténtica. Al fin y al cabo cantamos, nos movimos y batimos palmas, así que no estuvo mal como primera toma de contacto con el góspel neoyorquino.

Eso sí, la próxima semana espero poder entrar en el servicio de la Abyssinian. A lo mejor me cruzo con Whoopi y todo.