lunes, 9 de febrero de 2015

Begivenhed

Ayer, ocho de febrero, se cumplía un mes de nuestra llegada a Dinamarca y, para celebrarlo, nos fuimos a pasar el día a Malmö. Porque qué mejor modo de festejar tu lunaversario (por llamarle algo, visto que tildarlo de aniversario me parece excesivo) en un país que marchándote al de al lado.
Por si alguien se está preguntando qué tal la excursión, solamente diré que Malmö es como Copenhague: el idioma es igual de incomprensible, la arquitectura es prácticamente la misma, los canales siguen ahí y también pagan en coronas, aunque las suyas valen menos que las danesas. Será que sus reyes tienen cabezas más pequeñas.
En fin, el caso es que haciendo balance de estos primeros treinta y dos días perdidas entre las nieves nórdicas, los canales y las casas de colorines, he decidido elaborar dos listas para evaluar el nivel de adaptación de mi dueña a su nuevo lugar de residencia:

Detalles en los que mi ama se ha vuelta danesa:
  • Ha dejado de traducir los precios a euros. Todo es caro, y punto.
  • Tiene hambre a las 12 de la mañana y es capaz de pasar la jornada a base de ensaladas.
  • Mira por defecto dos veces antes de cruzar: una a la carretera y otra al carril de bicicletas.
  • Ha superado con éxito sus primeras dos sesiones en una sauna pública sin morirse de pudor al quitarse la toalla.
  • Se quita los zapatos al entrar en casa a pesar de que solamente conviva con una ardilla a la que le da exactamente igual cómo se desplace por el suelo con tal de que la alimente.

Detalles en los que mi ama continúa siendo incorregible:
  • Sigue cenando a las 8 y pico o a las 9. De hecho, el plato nacional danés (el smørrebrød) todavía le inspira cierta desconfianza.
  • No es capaz de decir más de cuatro o cinco palabras en el idioma local, ni de entender nada de lo que le digan.
  • Recuerda con nostalgia aquellos tiempos en los que en su vida había un plato de ducha.
  • No acaba de caberle en la cabeza que los daneses puedan ir a trabajar en bici todos los días sin a) pillarse una triple pulmonía y b) matar a todos sus colegas de oficina en cuanto levantan un brazo.
  • Se niega a no poder preparar comida casera durante un mes, por lo que le ha pedido a una bípeda amiga suya que se apiade de ella y le preste la cocina. Este ha sido el resultado: casi cuatro horas entre fogones, dieciséis tuppers y un congelador lleno hasta los topes.

[A la luz de este último dato, me permito advertir una única cosa a los daneses respecto a mi señora humana: podréis castigarla sin cama o sin electrodomésticos, podréis condenarla a sentir síndrome de Estocolmo cada vez que sale el sol y podréis resfriarla hasta que se quede sin nariz o congelarla hasta que se le caigan los dedos, ¡pero jamás le quitaréis sus lentejas!]

Y con esto, el catarro, la bípeda y yo nos vamos a la cama. ¡Feliz lunes a todos!

lunes, 2 de febrero de 2015

Træk

Hay un dicho que sostiene que hay una primera vez para todo. Los humanos son así de exagerados. Prefieren abarcar la totalidad de experiencias que pueden cruzarse en la vida de un bípedo antes de plantear la frase como es debido: cualquier cosa tiene su primera vez.
Las primeras veces tienen casi siempre algo de emocionante: un cosquilleo en la punta de las patas, un erizamiento en los pelos de la cola, una sensación de curiosidad y expectación por lo que está por venir y la duda de si los recursos que poseemos en el presente serán suficientes y adecuados para superar airosamente ese primer encuentro con un futuro que desconocemos.
Todo este circunloquio viene a preludiar la aventura del día: mudarse.
Cambiarse de casa en Copenhague no es como cambiarse de casa en Venecia, evidentemente. También hay puentes y canales, pero aquí sortearlos resulta mucho más sencillo. En este caso lo que complicó la gymkana para mi dueña fue que empezase a nevar a las 8:30 de la mañana y ya no decidiese parar en el resto de la jornada. Di tú que a mí la nieve me importaba más bien poco porque a) mi medio de transporte habitual en una mudanza es mi detestada Samsonite y b) soy peludita, calentita y adorable, pero por las miradas intranquilas de mi ama cada vez que se acercaba a la ventana deduje que ella no opinaba lo mismo que yo.
Era la primera vez que nos mudábamos bajo la nieve.      
La cosa resultó menos penosa y más breve de lo esperado. En apenas dos viajes mi dueña me depositó sana y salva en nuestra nueva morada, afortunadamente para mí sin que se rompiese la crisma durante el traslado (de los dos patinazos que pegó rumbo al supermercado un par de horas más tarde mejor no hablamos).
Nuestra nueva casita es chiquitina pero muy acogedora. Los daneses la definirían como hyggelig, que es una palabra de la que están muy orgullosos porque dicen que es un concepto que no existe en ningún otro idioma. Ocupamos un apartamentito en la planta baja de un edificio muy antiguo en el que nació, hace mucho tiempo, un señor barbudo que acabó fundando la institución para la que trabaja mi ama. Bueno, imagino que cuando nació no tendría barba porque estos simios del norte son muy lampiños. La ciudad antes debía de ser mucho más pequeña, o el señor muy rico, o ambas cosas, porque estamos al lado de una de las vías comerciales más importantes de Copenhague. A pesar de ello, nuestra calle es silenciosa y tranquila, y el dormitorio da a un gran patio de color anaranjado protegido por un portón, bordeado de más viviendas y con alguna que otra bicicleta.
¡Nuestra primera vez viviendo solas en Dinamarca!
Explorar la casa nos llevó verdaderamente poco porque es ciertamente pequeña, de modo que resulta perfecta para una humana de talla media como la mía. Abrimos todos los cajones, todas las alacenas y hasta la trasera de un sofá. Menos mal que resultó ser una cama, porque de lo contrario nos lo habríamos cargado. Constatamos, para nuestro alivio, que había edredones como para escenificar el cuento de la princesa y el guisante (algo que, dado que estamos en la patria de Andersen, habría sido de lo más pertinente) y que incluso teníamos equipo de música y televisión (que mi ama aún no ha logrado ver porque las instrucciones están en danés y no encuentra el botón de encendido).
Sin embargo, las primeras veces no habían terminado todavía. Se amontonaban todas detrás de una puerta. Será nuestra primera vez en una casa sin vasos y sin lavadora. También será nuestra primera vez en una casa sin plato de ducha y cuyo desagüe se encuentra del lado opuesto del que está la columna, lo que implica que todo el suelo del baño está inclinado hacia el lavabo. Puede parecer una tontería, pero sentarse en un inodoro en ángulo agudo tiene su técnica.
No obstante, sin lugar a dudas el mayor desafío será sobrevivir a nuestra primera vez en una casa sin cocina. Solamente hay un microondas, un calentador de agua, una tostadora y un fregadero. No cabe nada más. Ah, y la luz de ese habitáculo y la del espejo del baño están conectadas, de modo que si vas a calentar un vaso de leche de paso te puedes depilar las cejas. Que conste que a mí este es un tema que ni siquiera me afecta, pero mi dueña parecía verdaderamente consternada.
Se me ha ocurrido, para animarla, que la propuesta interactiva de esta temporada sea el envío de recetas que se puedan preparar en el microondas. Las iré publicando en una pestaña específica por si hay algún otro bípedo por ahí que tampoco tenga cocina, o no sepa usarla. Como siempre, esta ardilla de cuatro garras está disponible aquí.
Por suerte para ambas, mi humana se olvidó temporalmente del drama culinario cuando descubrió un libro bastante voluminoso y un poco ajado en la estantería del salón. Lo tomó con cuidado y lo abrió sobre la mesa. Empezaba en 1982 y sus páginas estaban llenas de cientos de caligrafías diferentes: se trataba del libro de visitas del apartamento. En sus hojas los anteriores ocupantes del piso daban las gracias por su tiempo en Copenhague, contaban algunas de las cosas que habían hecho (visitar museos, investigar, escribir…) y firmaban no solamente con su nombre, sino también con el cargo que ocupaban cuando estuvieron aquí. Mi ama se encogió un poco en la silla al ir leyéndolos. ¡Han pasado muchos bípedos importantes por este sitio! Y todos, sin excepción, han sido felices; simplemente con un microondas y un calentador de agua.
Tras leer unas cuantas páginas llenas de agradecimiento y de entusiasmo, mi ama levantó la vista del libro y se quedó un instante mirando por la ventana. Afuera seguía nevando, pero los copos solamente se veían cuando algún coche los iluminaba con sus faros. De pronto, su ensimismamiento se transformó en un gesto de incredulidad y me di cuenta de que acababa de percatarse de que, en aquel preciso momento, ella estaba del otro lado de una de las ventanas iluminadas de sus paseos sin rumbo. La paciente del síndrome de Copenhague había recibido, sin pedirlo, el regalo de conocer qué se siente del otro lado del cristal.
A partir de esa revelación dejaron de importar las lavadoras o los desagües. Las primeras veces pueden, en ocasiones, resultar abrumadoras, pero eso es porque casi siempre constituyen un reto. El nuestro será que dentro de un mes, cuando nos toque marcharnos de nuevo, dejemos también nosotras un rastro de palabras lleno de genuina gratitud. Nuestro desafío será intentar ser tan felices como los fantasmas inalcanzables que mi ama imaginaba, tras vidrios empañados, en la penumbra de un salón con velas. 


domingo, 1 de febrero de 2015

Galehus

Llevo en torno a una semana dudando sobre si escribir esta entrada o no, pero en vista de acontecimientos recientes finalmente he decidido ponerme garras a la obra. Aviso: esta va a ser una narración larga y bastante farragosa, por lo que pido disculpas por adelantado. Es aconsejable leerla con calma y con un par de arrobas de paciencia.
A lo largo de su vida mi ama ha vivido en la nada desdeñable cantidad de quince casas, contando la de sus señores progenitores. Ha tenido compañeros de piso de lo más variopinto y se ha encontrado en situaciones cuanto menos curiosas, pero creo que el lugar en el que hemos pasado las últimas tres semanas quedará en los anales como uno de los sitios más peculiares que jamás haya habitado.
Hace cuatro entradas ya adelanté que nuestra primera casita danesa, con sus maderas crujientes, era una residencia provisional y en transición entre inquilinos entrantes y salientes. Se trataba entonces de una declaración neutra e informativa, pero creo que es preciso aclarar más pormenorizadamente las implicaciones de esta transitoriedad.
Que unos inquilinos salgan y otros entren implica, en primer lugar, varias mudanzas. En una casa con cinco dormitorios, significa concretamente diez mudanzas: cinco salientes y cinco entrantes. Cuando nosotras llegamos tres de los inquilinos anteriores ya se habían marchado, por lo que nunca llegamos a conocerlos, pero quedaban todavía otros dos: una bípeda y un vikingo rubio de 193 centímetros, de los cuales el último todavía residiría en el piso hasta finales de enero, o sea, ayer. Por otro lado, había cinco inquilinos nuevos que tenían que entrar en el piso y, dado que en enero la mayoría de sus ocupantes anteriores no iban a estar, decidieron hacerlo escalonadamente.
Cabe puntualizar una curiosidad que no he mencionado hasta ahora entre las perplejidades danesas: en este país las habitaciones y las casas se alquilan mayoritariamente vacías. Vamos, tienen neveras, cocinas y bastantes de ellas lavadoras, pero hasta ahí. Eso quiere decir que cuando te cambias de lugar de residencia te lo llevas todo. Absolutamente todo. Es por esto que cuando mi ama entró en el piso tenía tazones y platos y cuarenta y ocho horas más tarde, cuando la bípeda que faltaba se marchó, de pronto había desaparecido una alacena de la cocina, la ducha ya no tenía barra ni cortina, faltaban sillas y solamente quedaba una sartén, propiedad del vikingo restante. Como efecto colateral, mi dueña heredó una mesa en la que apoyar el ordenador –hasta ese momento en su habitación solamente había una cama, un espejo y una lámpara que no funcionaba, así que pasamos nuestra primera noche a oscuras hasta que pudimos pedir prestado un flexo en la oficina–­ y la posibilidad de utilizar una bicicleta –a la que todavía no ha tenido el coraje de subirse–, así que se dijo que la cosa no empezaba mal.
La cosa se volvió completamente surrealista en el momento en el que el baile de objetos se convirtió en un baile de individuos. Tras una primera semana en solitario con el vikingo de la habitación de al lado –que por cierto comunicaba con la nuestra– el fin de semana siguiente se mudó uno de los nuevos inquilinos que, casualidades de la vida, se llamaba exactamente igual que el vikingo. Durante una semana estuve convencida de que todos los daneses se llamaban igual, algo que me parecía al tiempo confuso y muy práctico en términos mnemotécnicos y organizativos.
Ese segundo danés lleva dos semanas viviendo en cada habitación de la casa porque la suya es, en realidad, la nuestra, pero como no la puede ocupar hasta mañana se ha ido instalando en los espacios vacíos y se ha ido desplazando conforme el resto de bípedos han ido tomando posesión de sus respectivos habitáculos. Con él se ha traído millones de cajas y, en mi opinión de ardilla, un ligero síndrome de Diógenes, de modo que la habitación contigua a la nuestra –que no es la misma que ocupaba el vikingo rubio sino la otra porque tenemos dos puertas– parece un enorme trastero. También se ha traído una hermosa colección de camisas que, por arte de magia, aparecieron en nuestro armario mientras estábamos en Odense sin que mediase ninguna explicación para su repentina presencia entre nuestras perchas.
Por el medio de todo esto, en un punto indeterminado de la segunda semana de pronto llegamos a casa por la tarde y descubrimos que la cama que hacía las veces de sofá en la sala ahora estaba colocada en la habitación-trastero porque la bípeda que teóricamente se había ido el primer fin de semana había decidido venir a dormir un par de noches al apartamento. Creo que fue más o menos a esas alturas cuando comenzamos a darnos cuenta de que resultaba imposible predecir la cantidad de personas que dormían cada noche en nuestra casa porque no todos aparecían siempre, así que dejamos de llevar la cuenta.
El tercer fin de semana llegamos a casa tras un paseo por la ciudad y encontramos que en el salón había una familia danesa al completo comiendo pizza, con dos niños menores de seis años correteando por la casa incluidos. Mi dueña se quedó paralizada en el umbral de la puerta, mirando a derecha e izquierda, porque durante unos instantes creyó que se había metido en el piso equivocado. Pero no, se trataba de la mudanza de una nueva bípeda que, mira tú por dónde, también compartía nombre con la chica que vivía antes en nuestra habitación y a la que nunca llegamos a conocer en persona, pero con la que cruzamos varios e-mails.
Recapitulando: la primera semana vivimos juntos el vikingo, mi dueña y yo. La segunda semana ya éramos cuatro: mi humana, los daneses tocayos y yo, con la aparición estelar de la increíble bípeda fluctuante ahora-me-ves-ahora-no-me-ves. Finalmente, esta última semana hemos sido cuatro humanos y una ardilla: los dos simios con nombres repetidos, la humana nueva, mi ama y yo.
Ayer terminaba enero y, con él, el contrato antiguo, de modo que el vikingo rubio se pasó la jornada empaquetando sus cosas. En breve explicaré por qué esto es relevante. Simultáneamente, los otros dos daneses nuevos aprovecharon la jornada para mudarse también. Lo hicieron con un séquito de amigos, familiares y latas de cerveza, de manera que cuando mi ama se puso hacer la comida había seis daneses completamente desconocidos sentados en el salón bebiendo Tuborg, un maremágnum de muebles distribuido de cualquier forma por habitaciones y pasillos y un guirigay considerable (e incomprensible).
Volvamos al vikingo rubio. Dado que era el único que quedaba del grupo de inquilinos previos quedó encargado de disponer de los muebles que los ocupantes anteriores hubiesen dejado allí porque, repito, en Dinamarca las casas se entregan vacías. Después de reclamar muy justamente la almohada que nos había prestado durante este tiempo nos informó de que hoy, domingo, un amigo suyo vendría a recoger las cosas que él no podía llevarse consigo.
Así nos plantamos en esta mañana, a eso de las 10:30, cuando nos despertó un leve toque en la puerta: venían a llevarse nuestra cama. Así, tal cual. Le quitaron las patas y se la llevaron escaleras abajo.
No es que nos pillase por sorpresa, lo reconozco. Sabíamos que la cama no era nuestra y que por tanto vendrían a por ella, pero ruego a la audiencia que por favor nos imagine a mi ama y a mí, yo hecha un ovillo y ella enfundada en un pijama de franela y con ojeras hasta los pies, recién levantadas y observando la situación desde la habitación-trastero. En serio, mi ama ha vivido en lugares muy extraños, pero en ninguno le habían quitado directamente el lecho mientras lo estaba usando.
En el momento de escribir estas líneas la cocina vuelve a estar llena de tazas, platos y vasos, y la casa ya tiene a cuatro de sus cinco habitantes definitivos. La vida se reanuda tras una cesura; es como si mi ama y yo nos hubiésemos colado en este lugar a través de una rendija en el tiempo. Mañana dormiremos en nuestra decimosexta casa y el ciclo de aventuras surrealistas en el mercado inmobiliario seguirá su curso. Por lo pronto, en nuestra última noche en este piso dormiremos en la cama que antes era sofá y que, por suerte para nosotras, todavía no ha reclamado nadie –aunque, visto lo visto, yo no cantaría victoria todavía. 

sábado, 31 de enero de 2015

Perplejidades danesas (II)

  • En Dinamarca todas las cerraduras giran invariablemente en dirección contraria a lo que te indica tu instinto.
  • Las crías de los bípedos daneses acostumbran a dormir al fresco dentro de sus cochecitos (y con “al fresco” me refiero a 1 o 2ºC) mientras sus progenitores comen o compran en el interior de los establecimientos.
  • Los daneses son un pueblo apacible hasta que se suben a una bici y el ciclista de delante de ellos se olvida de indicar que va a detenerse.
  • Un paraguas es un artilugio superfluo que sirve para distinguir a los turistas de los locales. Dado que mi ama rompió el suyo en su primer paseo por Copenhague, lleva tres semanas siendo danesa.
  • El equivalente danés de Boots se llama Matas, lo que para un hispanoparlante resulta muy poco tranquilizador.
  • Mientras en los demás países la leche se agrupa en entera, semidesnatada y desnatada, en Dinamarca la cosa va por porcentajes: 0,1, 0,3, 0,5, 1,5, 1,8… Mi humana todavía no tiene muy claro si compra leche o agua blanca.
  • El té de membrillo es una realidad.

miércoles, 28 de enero de 2015

København syndrom

Mi ama lleva un par de semanas aquejada de una rara enfermedad que yo, en mi ignorancia de la fisiología humana, desconozco completamente. Dado que sé que algunos de los lectores de este blog están más versados en medicina simia que una servidora, he decidido proceder a la descripción de sus síntomas por si alguien desea darme algún consejo al respecto. He bautizado este extraño estado como síndrome de Copenhague, visto que Estocolmo ya estaba cogido.
El síndrome de Copenhague, también conocido como síndrome Ikea, suele manifestarse en adultos de ambos sexos, con mayor incidencia en aquellos individuos instalados en la precariedad económica y vital. Aqueja especialmente, pero no exclusivamente, a personas en la veintena o la treintena, y algunos estudios apuntan a que podría tener mayor impacto en grupos poblacionales migrantes. Se trata de un mal todavía muy poco estudiado y del que existe aún poca bibliografía específica.  
En el caso de mi ama, los síntomas aparecen predominantemente tras la caída de sol y la duración de los episodios oscila en función de lo que tarde en llegar a casa. La paciente observa inquisitivamente las ventanas brillantes de los edificios de la ciudad y curiosea disimuladamente tras los cristales de los hogares, cafés y restaurantes que se va topando en su camino. Cuando lo hace suele descubrir residencias impecablemente decoradas e interiores iluminados con velas porque, para agravar aún más su situación, en Dinamarca no existen las persianas. La moral protestante impone que, aunque no tengas nada que ocultar en tu entorno, tampoco tengas la manera de hacerlo.
El síndrome de Copenhague viene acompañado de un constante sentimiento de extrañamiento puesto que el enfermo tiene la sensación de ser un mero espectador de las vidas que suceden ante sus ojos y que, al igual que las existencias perfectas que intenta vender cada decorado de Ikea, percibe que no están a su alcance y que, inevitablemente, son más felices y completas que la suya. A pesar de que no se han registrados casos de delirio ni de pérdida de contacto con la realidad, una persona que sufre de síndrome de Copenhague tiene la impresión de que puede intuir nítidamente esas otras vidas que se desarrollan en una dimensión paralela a la suya.
A consecuencia de este razonamiento, la paciente experimenta simultáneamente algo de envidia, cierta frustración y un leve complejo de inferioridad porque es consciente de que, de todos modos, no podría costearse una vida como las que atisba entre los vidrios empañados del invierno danés. Desde fuera, se imagina a sí misma con las manos y la naricilla pegadas al escaparate de una panadería, una chocolatería o una tienda de tés –porque las debilidades son las debilidades, por mucho síndrome que se tenga – como si acabara de escaparse de las páginas de Oliver Twist o se hubiera transformado temporalmente en Sara Crewe.
Al término de la crisis, la paciente recupera el sentido común, abandona su universo literario y se ríe de sí misma (sobre todo en sueños), dejando a su ardilla patidifusa y desorientada. Hasta la fecha los únicos tratamientos descritos prescriben dosis variables de chai latte y sangrías de tinta, pero si alguno de los presentes conoce cualquier otro remedio más efectivo soy toda orejas. Temo que el día menos pensado le dé por llamar a una puerta cualquiera y suelte un “Me gusta tu vida, ¿puedo pasar?” que haga que me la expulsen definitivamente del país.


domingo, 18 de enero de 2015

Odense

Dinamarca está llena de islas. Algo así como Venecia pero a nivel nacional. En las islas habitan varios cientos o miles de bípedos agrupados, generalmente, por ciudades. Una de esas agrupaciones de simios se llama Odense y es la ciudad natal de un humano aparentemente bastante famoso apellidado Andersen.
Todo esto, sin embargo, me importaba más bien poco o nada cuando sonó el despertador ayer a las seis de la mañana y mi ama me sacudió enérgicamente (después de sacudirse a sí misma) para que despertara. Para un día que se estaba calladita en sueños…
Todavía bostezando atravesamos a paso ligero una Copenhague prácticamente desierta y oscura hasta llegar a la estación central, donde nos subimos a un tren junto con otros dos bípedos. Bueno, en realidad junto a muchos más bípedos, pero mi ama solamente conocía a aquellos dos.  
Cuando amaneció, el paisaje que nos recibió parecía tener tanto frío como nosotros al levantarnos. Los árboles se recortaban contra el cielo, estáticos y desnudos, mientras casitas de techos empinados se sucedían aquí y allá. De pronto, todo desapareció, y cuando salimos de la oscuridad a derecha y a izquierda solamente había mar y una carretera que, como la vía, discurría casi al nivel del agua.
Odense nos recibió de la forma menos acogedora posible: nevando. A las nueve de la mañana de un sábado la ciudad todavía dormía, de modo que vagamos ateridos y titubeantes por varias callejuelas hasta que dimos con un café en el que sentarnos a desayunar y a aguardar a que parasen de caer copos.
Afortunadamente las primeras impresiones a veces son erróneas. Odense resultó ser un lugar entrañable, pequeño pero vivo (aunque hay que admitir que las rebajas contribuían al hervidero de gente de las calles comerciales) y sembrado de casitas bajas de colorines como si acabasen de escaparse de las ilustraciones de un cuento de hadas. Y precisamente de cuentos iba la cosa, puesto que medio casco histórico está invadido de esculturas relacionadas con las historias del señor ese que mencioné antes. ¡Si hasta tiene un museo que cuenta su vida! Tendré que leerme alguno de sus relatos, a pesar de que tengo entendido que en sus cuentos hay más cisnes que ardillas; no sé si me caerá demasiado bien.
Tras dar vueltas por las calles, refugiarnos en tiendas de lo más inverosímil cada vez que llovía, morirnos de frío, sacar algunas fotos y en general ver todo lo visible, acabamos recalando en un café recomendado por un amigo de mi dueña. Allí pasamos el rato hasta la hora de volver a la estación, rodeados de objetos completamente aleatorios que sin embargo conformaban un conjunto armonioso: radios antiguas, asientos de autobuses, patines de hielo, muebles viejos, cabezas de muñecos con lámparas dentro… Los daneses tomaban café, jugaban al ajedrez y charlaban en su lengua incomprensible, mientras mi ama y los otros dos bípedos llegaban a la conclusión de que aquel era el colofón perfecto para una excursión genial.
Apenas recuerdo nada del viaje de regreso a casa. Creo que entre el traqueteo y el calorcito me quedé dormida dentro de la mochila de mi humana. Cuando desperté estaba de nuevo en la cama de nuestra primera casita danesa con mi ama durmiendo a mi lado. Murmuraba algo sobre patitos feos y zapatillas rojas. Creo que esto de la noche perpetua me la está volviendo todavía más tarumba.

jueves, 15 de enero de 2015

Første uge

Hoy se cumple una semana desde nuestra llegada a Dinamarca. La verdad es que como apenas hemos visto la luz del sol en los últimos siete días tengo la sensación de que vivo en una especie de noche sin fin, con lo cual se me hace raro pensar que ya haya pasado tanto tiempo. Es como si el día de la marmota se hubiera convertido en la noche de la ardilla.
Veamos, entonces, ¿qué ha pasado en esta última semana?
Mi dueña y yo vivimos en una casa muy grande y muy antigua, de las del Copenhague de antes. Para llegar a nuestro tercer piso hay que atravesar un portón negro y subir por unas escaleras estrechitas y empinadas. Más adelante hay un patio, y detrás del patio hay más apartamentos. Nos han dicho que allí es donde vivían antaño las familias pobres, mientras que la gente pudiente tenía vistas a la calle.
Nuestra casa está toda pintada de blanco por dentro y es completamente de madera. Tanto es así, que los suelos están un poco inclinados y cuando los pisas se quejan. Se quejan mucho. Y deben de tener frío ellos también –no es que los culpe– porque se pasan la vida temblando. Las habitaciones dan las unas a las otras, sin un pasillo intermedio salvo entre el salón y la cocina, e incluso una de ellas da directamente al descansillo, con lo cual si su ocupante quiere ir al baño tiene que salir a la escalera del edificio (o pasar a través de nuestra habitación, pero como hay un armario delante de la puerta no suele darle por hacer viajes a Narnia).
La casa en sí está prácticamente vacía porque sus inquilinos han decidido marcharse y los nuevos no entrarán hasta el mes que viene, de modo que tengo mucho espacio libre para brincar y correr. Mi ama, que anda escasa de platos y tazas, no está tan contenta como yo del minimalismo del espacio, pero como se trata de un alojamiento temporal creo que tampoco lo piensa demasiado.
Mi bípeda trabaja en un sitio también muy antiguo y bastante grande, pero tengo que reconocer que me gusta porque dentro tiene árboles por los que trepar y una fuente con peces de colores. Sus pasillos huelen a polvo, están cubiertos de moqueta azul y son tan laberínticos que incluso yo, con mi orientación de roedor experimentado, todavía me confundo con las puertas. En mi defensa diré que son todas iguales: blancas y pesadísimas. Un día casi me quedo sin cola por no darme suficiente prisa.
Mientras yo exploro, mi humana se pasa el día mirando imágenes de señoras marrones y amarillas. En fin, a cada cual sus vicios. A mí me resulta admirable que con la de simios que pululan por ese lugar mi dueña siempre encuentre el baño libre: solamente hay uno y se tiene que cruzar medio edificio para llegar. Está claro que, o tiene muy buena suerte, o la estadística me falla en algo.
Cuando no estamos en nuestra casa de paredes blancas ni en el edificio de suelos enmoquetados, mi ama y yo estamos o bien en el supermercado o bien pegándonos a las paredes para no mojarnos o no salir volando. Y cuando digo volando, lo digo literalmente. El fin de semana pasado las autoridades danesas aconsejaron a la población que se quedase en casa leyendo algún buen libro. Con lo bien mandados que son en este país, las bibliotecas debieron de quedarse vacías.
Por el contrario mi dueña, que tendrá lo suyo de lectora pero tiene aún más de temeraria, me metió en el bolso y me llevó a ver a una señora con el pelo largo y cola de pescado que no hacía más que mirar al vacío desde una roca. Por el camino llegué a la conclusión de que Copenhague es la ciudad en la que más guantes se emancipan de sus dueños. O en la que más mancos hay, quién sabe.