miércoles, 25 de marzo de 2015

Børn

Los minidaneses son unas criaturitas fascinantes. Dinamarca está plagada de ellos, o al menos eso es lo que parece porque, a pesar de que la tasa de fertilidad del país no sea muy alta, allá donde vayas todo está adaptado y pensado para que ellos puedan integrarse en casi todas las actividades desarrolladas por sus padres. En las cafeterías es frecuente que haya una mesa con juguetes, o una esquinita reservada para sus correrías; en los autobuses hay una zona especialmente reservada para sillas de ruedas y cochecitos, que tienen preferencia sobre las bípedas con varias maletas, una mochila y dos bolsas de plástico (pero esto lo dejo para el próximo post), y en las piscinas hay parques, cambiadores y sillas disponibles para llevar a tu bebé hasta la orilla de la piscina reservada para ellos. Decididamente son buenos tiempos para ser mini simio en Dinamarca.
La educación danesa, además, tiene algo que me llama poderosamente la atención por contraste con lo que he observado en otros países en los que he cuidado de mi ama: no hay gritos. Evidentemente los bipeditos se cansan, se ponen de mal humor y protestan. Como es lógico, cuando son muy chiquitines berrean lo mismo que cualquier humano del planeta. Lo llamativo es que sus padres o guardianes nunca levantan la voz. No pierden la calma. O, si lo hacen, yo no he detectado que lo exterioricen a base de chillidos. Se ponen serios, les llaman al orden y les explican lo que no deben hacer, pero sin agresividad. Como ardilla completamente ignorante en materia de pedagogía debo decir que es una técnica que me tiene muy favorablemente impresionada.
Por otro lado, he observado que los progenitores daneses suelen ser bastante permisivos a la hora de supervisar la exploración de sus pequeños. Como es de suponer, los mantienen siempre a la vista, pero si el renacuajo en cuestión se aleja un poco por su cuenta no salen corriendo detrás de él por miedo a que le suceda algo. Esto también me desconcertó un poco las primeras veces, acostumbrada como estaba a toparme con humanos escoltando permanentemente a sus retoños.
Ahora bien, las costumbres educativas danesas también tienen su dosis de originalidad. Por ejemplo, es habitual que los humanos dejen a sus crías de pocos meses durmiendo en el cochecito, en plena calle, mientras ellos toman algo o comen en el interior de un establecimiento. Por norma general suelen dejarlo pegado al cristal junto a la mesa en la que se sientan, de modo que no es que se desentiendan del lactante en cuestión, pero desde luego se me antoja una peculiaridad impactante. Si esto sucediera en mitad del verano puede que me sorprendiera menos, pese a que me seguiría llamando la atención que dejasen al niño solo, pero es que se practica especialmente en invierno, aunque afuera estemos a cero grados. Es más, se supone que esto se hace para fortalecer a esa personita de cara al futuro y lo raro y censurable, en este país, es no dejar al bebé ventilándose mientras uno se toma un café. Será gracias a eso que después una se topa con danesas en minifalda y zapatitos de tacón caminando como si nada cuando mi ama lleva tres capas, calcetines térmicos, botas de nieve y un abrigo que prácticamente la dobla en volumen.
O eso, o la Sirenita de Eriksen,-a su vez inspirada por la de Andersen-, está basada en hechos reales: ¿tendrán las danesas escamas bajo la piel?


jueves, 12 de marzo de 2015

Forsvinden

"¿Dónde está Volunti?" se preguntan en las calles y plazas de villas y ciudades.
"¿Le habrá comido la lengua el gato?" murmuran con preocupación las comadres en las esquinas. "Con tal de que no se la haya comido a ella..." replican voces sin cuerpo desde portales umbríos.
"Estará recuperando el sueño perdido por no haber hibernado". "Se habrá cogido vacaciones". "Estará aburrida de escribir". Las teorías se suceden, la inquietud va en aumento, el silencio se eterniza.

Sí, ya lo sé, soy una megalómana.
En fin, soñar es gratis.
(Y con mi ama, además, retransmitido).

El caso es que mi desaparición tiene una explicación mucho más sencilla que cualquiera de las especulaciones anteriores. Por mucho que me cueste admitirlo, mi dueña es la que lleva los pantalones en nuestro dueto discordante, entre otras cosas porque una ardilla con vaqueros quedaría bastante ridícula (ya discutimos los males de humanizar a roedores aquí). La prebenda de ser la portadora de prendas textiles se traduce en que cuando ella reclama el portátil no hay garras, mordiscos ni lametones que valgan: hay que cedérselo.
Por desgracia para mí, mi humana lleva casi un mes haciendo valer sus derechos sobre los míos, lo que significa que cuando volvemos a casa monopoliza el ordenador hasta la hora de irse a dormir. ¡Así es imposible mantener un blog actualizado! Esta noche, por fin, he conseguido arrancarle el teclado de las manos durante media horita para informar a todo el que me siga que mis aventuras no han concluido todavía y que, si quiere seguir acompañándome, hay nuevos capítulos en preparación. Aún no hemos hablado de mi primera visita a un templo de señores con turbante, ni de cómo son los minidaneses, ni de nuestras últimas penurias inmobiliarias. Por no mencionar que nos escapamos del país unos días, ¡aunque por poco nos dejan en tierra!
Todo eso y, esperemos, mucho más, en próximas entregas.

Cambio y corto, que mi ama comienza a impacientarse.
¡Quita, pesada, que ya voy! (me está dando tironcitos de la cola).

miércoles, 18 de febrero de 2015

Halvdele

Hay una perplejidad danesa que me tiene tan boquiabierta que prefiero hablar de ella más detenidamente en lugar de limitarme a citarla en una lista.

En el trabajo de mi ama hay dos humanas que tienen caballos. Eso no me sorprende: a los simios les encanta sentirse propietarios de todo lo que les rodea. Como ejemplo ahí tengo a mi dueña, a la que denomino así por comodidad y para no dañar su frágil autoestima, pero no porque verdaderamente considere que tiene cualquier tipo de aspiración legítima a poseerme. Solo me faltaba eso.

El caso es que estas humanas tienen caballos, sí, pero no los tienen enteros. Tienen solamente medio caballo. Y lo grave es que no se trata del mismo, sino de jamelgos distintos, lo que implica que en algún lugar de Copenhague hay otros dos simios que también poseen otros dos medios caballos. Si eso lo extrapolamos a una sección amplia de la población de la ciudad, obtenemos que la capital de Dinamarca está plagada de humanos altos y rubios que comparten sus corceles con otros tantos humanos altos y rubios.

Honestamente, esto de poseer animales en régimen de multipropiedad se me antoja una verdadera rareza. ¿Cómo dirimirán con qué pedazo se queda cada uno? ¿Tendrá más prestigio el propietario de la parte delantera de un equino que el poseedor de los cuartos traseros? ¿Pagará más? ¿Qué sucede si dos dueños se enemistan? ¿Acuden acaso a un mediador que, cual Salomón, se pone voluntario para partir al noble bicho en dos mitades con una sierra eléctrica? Se me pone el pelaje de punta solo de pensarlo. ¿Existirá este cooperativismo con otros animales? ¿Se podrá tener un tercio de perro, o un quinto de gato? Y sobre todo, ¿qué pasa con las ardillas? ¿También nos venden por partes?

Creo que es vital obtener una respuesta a esta pregunta antes de que mi ama se asiente demasiado en el país y un día me salga con que le ha vendido mi cola a un vikingo que pasaba por la calle, que yo de estos vikingos todavía no me fío un pelo (nunca mejor dicho) y no me extrañaría que la quisiese para forrarse el cuello de un abrigo. 

domingo, 15 de febrero de 2015

Skyderier

Los simios a veces se comportan de maneras que, por mucho que lo intente, creo que jamás llegaré a comprender plenamente. Precisamente por ello he decidido limitarme a narrar asépticamente los hechos tal y como los vivimos nosotras, sin interpretaciones de ningún tipo.
Ayer pasamos el día fuera de Copenhague. Nos marchamos sobre las 10:30 de la mañana y no regresamos hasta después de las 18. Fue un día fantástico para todas porque mi ama y su amiga bípeda aprendieron cosas muy interesantes sobre realidades teñidas de rosa y humanas innovadoras, mientras que yo me divertí de lo lindo corriendo, saltando y trepando por los árboles de un jardín con vistas al mar.
Cuando regresamos a la ciudad caminamos desde la Estación Central hasta un café donde mis simias pudieran avituallarse convenientemente de un chai latte y un muffin de ruibarbo, y allí permanecimos hasta pasadas las nueve de la noche. Fue en ese lugar donde nos llegaron (desde España) las primeras noticias de lo que había sucedido aquella tarde en otro café, situado justo detrás de la piscina donde va a nadar mi ama pero afortunadamente bastante alejado de donde nos encontrábamos. Por lo que pudimos observar, ni la ciudad ni los ciudadanos daban muestras de haber sufrido conmoción alguna. La vida a nuestro alrededor seguía como siempre, hasta el punto de que nos preguntamos si los daneses que compartían espacio con nosotras estaban al corriente de las novedades.
Volvimos a casa andando tranquilamente, comentando los eventos, y nada más llegar sintonizamos la CNN –dado que intentar seguir los informativos en danés habría resultado completamente inútil– para enterarnos mejor de lo ocurrido. Quizás fuese producto de que el presentador hablase en otro idioma, pero al menos yo tenía la sensación de que todo aquello había ocurrido a mucha distancia de nosotras, en una Copenhague paralela inmersa en un drama cuya onda expansiva no podía alcanzarnos.
Esta mañana, al levantarnos, la sensación volvió a ser similar. Esta vez las balas habían volado aún más cerca de nosotras: vivimos apenas a cuatro calles de la sinagoga atacada. Sin embargo, a las diez de la mañana la ciudad ofrecía el mismo aspecto que un domingo cualquiera: las agujas de las iglesias zaherían las nubes con sus pináculos verdes, las campanas rasgaban el aire pesado del invierno danés y la luz lechosa de los días fríos invadía todo. Lo único que era distinto era el ocasional zumbido de los helicópteros y que, por un instante, pude leer el miedo en la cara de mi dueña. Duró poco, el tiempo que tardó en repetirse que el presunto asesino había sido identificado y abatido durante la madrugada, pero vi la sombra de una pregunta recorrer su entrecejo: “¿De verdad ha terminado todo?”.

¿Lo ha hecho?

No lo sé. Solamente puedo cruzar las garras para que así sea. No me gusta ver a mi ama alarmada. Se vuelve escalofriantemente seria y silenciosa.


[Gracias a todos los que en las últimas veinticuatro horas se han inquietado por nosotras y se han tomado la molestia de hacer visible su preocupación a través de todos los medios de comunicación a nuestra disposición].

Velata

Cada chasquido del obturador era un pequeño estallido de curiosidad y esperanza. Curiosidad producto de la expectativa al no poder ver inmediatamente una fotografía sacada con una cámara analógica –las nuevas tecnologías generan seres impacientes. Esperanza en que la imagen capturada en aquella película fotosensible le devolviese, por sorpresa, un reflejo digno de ser contemplado.
Siguiendo las instrucciones de los ojos y los dedos parapetados tras el visor, su mirada recorría puntos invisibles del espacio y sus manos se entrelazaban ocultando parcialmente pedazos de su rostro. Su sonrisa fluctuaba entre el escepticismo y la picardía, mientras sus labios se curvaban en muecas ridículas, porque construirse una máscara ficticia sobre la propia piel resultaba mucho más sencillo que exponerse con completa seriedad a que el objetivo penetrase hasta lo más profundo de sus pensamientos.
Permanecer así, frente a la cámara, estática, a la luz de una vela, le inspiraba una especie de pudor extraño, una sensación de desvalimiento, incluso un leve miedo absurdo e irracional. Exigía un grado de abandono ante la voyeur del otro lado del cristal, un sometimiento a sus dictados, la concesión del permiso para observarla y verdaderamente verla. Hay desnudeces para las que no es preciso quitarse la ropa.  
Entre ella y la lente flotaban el eterno interrogante inconfesable, el mismo anhelo silencioso. Quizás fuese una súplica. Por favor, enséñame a mirar. Muéstrame. O mejor, demuéstrame. Conviértete en prueba tangible de las concesiones que jamás realizan los espejos. Golpéame con la certeza suficiente para que no pueda negarte –negarme–, para que no logre parapetarme tras subterfugios técnicos o acusarte de falacia. Persuádeme, convénceme. Por favor.

Gira un poco la cabeza. 
Vista al frente. 
No sonrías tanto. 
Quieta. 
Ahora mírame.

[Click]. 

Arengas mormonas

¡He recibido a mi primera visitante! Y sí, lo digo en primera persona porque, mal que le pese a mi ama, la bípeda que estuvo con nosotras hasta esta tarde vino a verme a mí en primer lugar y después, por esto de tener a alguien que le abriese la puerta de casa, a mi dueña. No en vano, cuando ambas humanas se encontraron, y una vez se hubieron saludado convenientemente, la recién llegada preguntó inmediatamente por mí. Set y partido para la ardilla.
Mi invitada es, por tanto, la responsable indirecta de que desde el lunes no haya habido actualizaciones en el blog. He estado ocupada ejerciendo de anfitriona perfecta porque visto que mi ama tenía que trabajar entre semana yo me encargué de acompañar a nuestra amiga por las calles de Copenhague, escondidita en su bolso, que afortunadamente es algo más amplio que el de mi dueña y me permite estirarme con mayor comodidad.
Hemos pasado cuatro días recorriendo vías empedradas y cruzando canales, visitando museos de todo tipo, participando en conciertos y performances barrocas, probando comidas típicas y no tan típicas, mutando el chai latte de placer en adicción, intercambiando confidencias, equívocos lingüísticos o recuerdos y, en general, descubriendo que formamos un buen trío viajero. No habremos comido arenques, pero eso podemos dejarlo para la próxima vez que nuestros caminos se crucen en un puerto de mar, o en sus inmediaciones.
Lo único que no me convence de deberle una visita a esta simpática humana es que me consta que convive, además de con otro simio, con un par de criaturas peludas y felinas a las que los lectores de este blog recordarán que no les tengo demasiado aprecio. Por esto del instinto de conservación, principalmente. Me parece que el día que me decida a ir a verla voy a tener que ir armada con un casco y un escudo. Volunti, la ardilla vikinga.
Pues ahora que lo pienso me gusta el título.
Salgo un momento a conseguirme un drakkar  y vuelvo. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Begivenhed

Ayer, ocho de febrero, se cumplía un mes de nuestra llegada a Dinamarca y, para celebrarlo, nos fuimos a pasar el día a Malmö. Porque qué mejor modo de festejar tu lunaversario (por llamarle algo, visto que tildarlo de aniversario me parece excesivo) en un país que marchándote al de al lado.
Por si alguien se está preguntando qué tal la excursión, solamente diré que Malmö es como Copenhague: el idioma es igual de incomprensible, la arquitectura es prácticamente la misma, los canales siguen ahí y también pagan en coronas, aunque las suyas valen menos que las danesas. Será que sus reyes tienen cabezas más pequeñas.
En fin, el caso es que haciendo balance de estos primeros treinta y dos días perdidas entre las nieves nórdicas, los canales y las casas de colorines, he decidido elaborar dos listas para evaluar el nivel de adaptación de mi dueña a su nuevo lugar de residencia:

Detalles en los que mi ama se ha vuelta danesa:
  • Ha dejado de traducir los precios a euros. Todo es caro, y punto.
  • Tiene hambre a las 12 de la mañana y es capaz de pasar la jornada a base de ensaladas.
  • Mira por defecto dos veces antes de cruzar: una a la carretera y otra al carril de bicicletas.
  • Ha superado con éxito sus primeras dos sesiones en una sauna pública sin morirse de pudor al quitarse la toalla.
  • Se quita los zapatos al entrar en casa a pesar de que solamente conviva con una ardilla a la que le da exactamente igual cómo se desplace por el suelo con tal de que la alimente.

Detalles en los que mi ama continúa siendo incorregible:
  • Sigue cenando a las 8 y pico o a las 9. De hecho, el plato nacional danés (el smørrebrød) todavía le inspira cierta desconfianza.
  • No es capaz de decir más de cuatro o cinco palabras en el idioma local, ni de entender nada de lo que le digan.
  • Recuerda con nostalgia aquellos tiempos en los que en su vida había un plato de ducha.
  • No acaba de caberle en la cabeza que los daneses puedan ir a trabajar en bici todos los días sin a) pillarse una triple pulmonía y b) matar a todos sus colegas de oficina en cuanto levantan un brazo.
  • Se niega a no poder preparar comida casera durante un mes, por lo que le ha pedido a una bípeda amiga suya que se apiade de ella y le preste la cocina. Este ha sido el resultado: casi cuatro horas entre fogones, dieciséis tuppers y un congelador lleno hasta los topes.

[A la luz de este último dato, me permito advertir una única cosa a los daneses respecto a mi señora humana: podréis castigarla sin cama o sin electrodomésticos, podréis condenarla a sentir síndrome de Estocolmo cada vez que sale el sol y podréis resfriarla hasta que se quede sin nariz o congelarla hasta que se le caigan los dedos, ¡pero jamás le quitaréis sus lentejas!]

Y con esto, el catarro, la bípeda y yo nos vamos a la cama. ¡Feliz lunes a todos!