Desde hace una semana algunas casas y escaparates de la
ciudad ostentan unos candelabros con nueve brazos de todos los tamaños y
materiales. Dada la afición de los yanquis por la decoración variada no le di
mayor importancia, hasta que este martes mi ama me dijo que estábamos invitadas
a una fiesta. ¡Las dos!
La noche anterior casi no pude dormir de la emoción, aunque
mi homínida tampoco es que colaborase mucho con sus monólogos nocturnos. Me
pasé todo el día dando vueltas dentro de la mochila de mi ama, deseando que
acabase de trabajar y preocupada por lucir mi mejor pelaje. Por fin dieron las
nueve y nos dirigimos a la casa de una amiga de mi dueña, donde había otros
bípedos que nos recibieron muy amistosamente.
En un cierto punto alguien apagó todas las luces de la casa
y apareció uno de esos famosos candelabros con varias velas. Una a una, las
velas se fueron encendiendo, hasta llegar a la mitad del candelabro. Los amigos
de mi ama cantaban en un misterioso idioma que fui incapaz de comprender, y después
todo el mundo se felicitó mientras yo daba saltitos de emoción sobre uno de los
sofás. ¡También estaba invitada a cenar!
El menú típico de Hanukkah son una especie de tortillas de
patata pequeñitas, pero que además de huevo y patata llevan también harina y
levadura. Mi ama y sus amigos dieron tan buena cuenta de ellas que para cuando
llegaron a la tarta de chocolate ya casi no tenían espacio para comer más.
Mientras, yo pensaba en que si sientas a la misma mesa a
americanos, españoles, armenios, israelíes y británicos, en el fondo los
bípedos no son tan distintos como ellos mismos se empeñan en convencerse de que
lo son. Es una lástima que sean incapaces de darse cuenta solos.
Shalom.