domingo, 23 de diciembre de 2012

Farewell

Dear New York,

Creo que ha llegado el momento de despedirse, aunque ni siquiera sé por dónde empezar. El problema con las ciudades grandes, como tú, es que decirles adiós es una tarea tan inabarcable como conocerlas a fondo.

Tú y yo sabíamos que lo nuestro no podía durar. Que nuestro idilio de este otoño mágico estaba destinado a ser un punto de luz aislado y que precisamente por eso su intensidad resultaría cegadora. Llegamos en un equinoccio y nos vamos con un solsticio, y aunque las ardillas no somos supersticiosas, cuando me paro a pensarlo todavía me admiro de la sucesión de serendipities que nos han acompañado en esta primera etapa de nuestro periplo. Has sido una anfitriona increíblemente acogedora y detallista. Si no fuera porque me consta que tienes mejores cosas en las que pensar, diría que hasta te caemos bien.

Tienes una habilidad innata para hacer que un recién llegado se sienta de aquí, ¿sabes? Supongo que por eso nos regalaste un hogar en Haven Avenue, la Avenida del Refugio, y nos colocaste sobre la línea azul, el color preferido de mi dueña. Permitiste que las calles por las que transitábamos intersectasen con las trayectorias de otros humanos con los que descubrir y construir nuevas realidades. Además, nos obsequiaste con tres meses de lo más variado: un huracán, una ventisca, unas elecciones presidenciales y desgraciadamente hasta un tiroteo. Hemos vivido nuestro primer Halloween y nuestra primera Acción de Gracias (y como se retrase el vuelo, a lo peor hasta nuestra primera Nochebuena); sólo nos ha faltado un cuatro de julio, aunque diría que ha habido fuegos artificiales de todos modos.

Pero no te confundas, sé que nosotras no somos especiales. Nuestras andanzas y emociones apenas difieren de las de otros muchos humanos que nos precedieron y de todos los que nos seguirán, y está bien así. Sentirte parte de este hechizo colectivo de sueños, esperanzas y expectativas produce el espejismo de que tu espíritu no se desvanecerá del todo cuando te vayas porque alguien recogerá tu testigo. Simplemente eres así de intensa. Siempre.

Intensa, sí, aunque no perfecta. No echaré de menos tus interminables viajes nocturnos en metro, ni tus calefacciones tropicales, ni a tus obreros recalcitrantes despertándome a las seis de la mañana, pero sé que en el futuro habrá instantes, por breves o tontos que sean, en los que algo o alguien se cruzarán en mi camino y me transportarán a este tiempo prestado. Y sé también que aunque las ardillas seamos menos dramáticas que los humanos, sentiré nostalgia de mi propio recuerdo (siempre idealizado, siempre falaz) correteando entre los bancos de Washington Square o de los árboles de Central Park a los que no trepé.

Querida Nueva York, sabes a chai latte, a pumpkin scone y a apple cider, y en tus noches siempre hay estrellas, hasta cuando el cielo está nublado. Posees un altísimo faro de colores cambiantes con el que consolar a los que se pierden entre tus avenidas si tienen el valor de levantar la vista del suelo. Cada mañana el tiempo se recicla y rejuvenece entre tus rascacielos. En ti todo es posible; incluso ser feliz.

Gracias por permitir que mi ama complementase el blanco y el negro de Guernica con el color desbordante de un Kandisnky. Gracias por dejarla reescribir sus recuerdos tristes e imaginar finales alternativos. Gracias por traer palabras flotando sobre el Hudson para que las pescásemos cuando no mirabas. Gracias, en fin, por devolverle la convicción en que todavía quedan muchas aventuras por vivir.

Sin embargo, no quiero apagar el ordenador sin decirte también que te he desenmascarado. Eres muy hábil disimulando, pero me he dado cuenta de que no eres el enorme gigante de cemento y cristal, chirriante y ruidoso, que te empeñas en aparentar. En verdad eres más blanda y más tierna de lo que parece, pero te disfrazas de imponencia para que no desvelemos tu secreto. Tú, en realidad, eres de agua. Sí, también estás rodeada de ella, y quizás es por ósmosis que eres un inmenso estanque que refleja las miserias y las alegrías de sus habitantes. Tus rascacielos son surtidores de gotitas brillantes encerradas por fachadas líquidas y tus calles y avenidas fluyen incansables de norte a sur y de este a oeste. Eres agua porque estás en constante agitación y cambio, porque tus rostros son siempre nuevos y tu geografía una evolución permanente. Uno no se baña dos veces en el mismo río, ni vive dos veces en la misma Nueva York. Sé también que en el fondo a ti también te da un poco de pena que nos vayamos, y por eso llevas una semana lagrimeando mientras llueve dentro de mi ama. Lo que sucede es que ni ella ni yo sabemos distinguir si se trata de lluvia de tristeza, de felicidad, de belleza o de agradecimiento.

La samsonite está sobre el suelo de la habitación con sus fauces abiertas dispuesta a tragarme una vez más. Llevamos en el equipaje una parte de ti; a cambio, dejamos atrás un pedazo de nosotras. Dentro de unas horas volaremos sobre tu océano de luces y cuando aterricemos del otro lado, con jetlag y cansancio acumulado, quedarás tan lejana y remota que parecerás un sueño brumoso. Nuestro sueño americano.

Farewell, New York.