lunes, 3 de diciembre de 2012

Journey to the Past


Una de las cosas que más me gusta de Nueva York es que las aventuras más extraordinarias pueden suceder cuando menos te lo esperas.

Mi ama y dos amigas corrían precipitadamente escaleras abajo. Perdían el tren, y si lo hacían no llegarían a tiempo a su primera clase de tango. Gratis, además. Ese metro no se les podía escapar.

El tren las aguardaba en el andén, en el que flotaba un inusual olor a carburo. Cuando estaban a punto de poner un pie en el vagón, las tres se detuvieron en seco. Aquel no era el metro que conocían. No se parecía ni remotamente. Los asientos eran mullidos y estaban tapizados de rojo, las barras eran blancas y los anuncios parecían sacados de otra época.

Desconcertadas, se dieron la vuelta para comprobar que la estación seguía perteneciendo a este siglo, y al girarse se toparon con otros viajeros tan desorientados como ellas. Un trabajador de la MTA les anunció con el rostro impasible que el tren saldría en cinco minutos. Se miraron, entre indecisas y emocionadas, y tras unos minutos de duda finalmente entraron en el metro, todavía preguntándose si aquel extraño convoy las conduciría a su destino o si todo se volvería blanco y negro en cuanto las luces parpadeasen por tercera vez.

Aquel viaje las llevó más de ochenta años atrás. El metro se deslizaba veloz por los raíles de Manhattan, produciendo un ruido a veces ensordecedor y una agradable sensación de discordancia entre su decoración y las ropas de sus ocupantes. En cada nueva estación se producía la misma sorpresa, un entusiasmo similar, casi siempre una sonrisa permanente durante el resto del trayecto. Posiblemente aquel fuese el metro más alegre de toda la ciudad.


Sí, llegaron a tiempo. Bajarse del vagón, no obstante, requirió una cierta fuerza de voluntad para resistirse a la curiosidad de averiguar lo que aguardaría al término de su recorrido. Uno no se topa con una máquina del tiempo todos los días.

Después de eso no fue complicado transportarse del Nueva York del New Deal a un arrabal canalla bonaerense, aunque tu compañero de baile se llame Rahul y desconozca el lunfardo. Porque en la imprevisibilidad de la disonancia es donde nace la maravilla.